Convertir la política en delirio nunca ha traído nada bueno. El alejamiento de la realidad es una anomalía mental preocupante que puede degenerar en patologías en las que el sujeto construye un mundo falso e irreal al romperse la relación con las personas y la sociedad. Pero en política, el alejamiento de la realidad supone una aberración moral y un fraude democrático en la medida en que los dirigentes políticos que lo protagonizan se construyen un mundo paralelo a su medida, alejado y enfrentado a la ciudadanía para la que deberían trabajar.

La comparecencia del presidente del Gobierno, Mariano Rajoy, en el Palacio de la Moncloa el pasado lunes, para hacer balance de la legislatura, tras la aprobación por el Consejo de Ministros del decreto de convocatoria de elecciones para el 20 de diciembre, representó un magnífico ejemplo de hasta qué punto un responsable político puede estar alejado de la realidad y vivir fuera de ella sin sentir la menor vergüenza. Acostumbrados como estamos a las falsedades, medias verdades y mentiras deliberadas que Rajoy y su Gobierno han venido prodigando en estos cuatro durísimos años, su balance de legislatura representó un panfleto electoral que transitaba entre el sadismo político y el desprecio social hacia una ciudadanía exhausta por una desigualdad abismal, una precariedad extrema, una pobreza creciente, un hundimiento de los salarios, un recorte en los servicios públicos y en los derechos, junto a un encarecimiento de precios y servicios básicos. A todas esas personas para las que no existe futuro sino únicamente un presente cada vez más incierto en el que sobrevivir, el discurso autoelogioso, rimbombante y quimérico que pronunció Rajoy para cerrar sus cuatro años de mandato solo contribuye a alejarlos de la política y aumentar su enfado por tener que seguir soportando el desprecio de un Gobierno que les ha maltratado una y otra vez a lo largo de toda su legislatura.

Que el presidente del Gobierno de un país como España llegue a afirmar en su Palacio Presidencial que «se ha superado la peor crisis sin que nadie se quedara al borde del camino» constituye un auténtico testamento político para un partido y un presidente que no han dejado de tratar con desprecio, arrogancia y desdén a los sectores más empobrecidos y humildes de la sociedad. No hay duda de que esos caminos por los que pasea Rajoy, llenos de guardaespaldas y asesores que no paran de halagarle, recorridos desde su coche oficial blindado y en los que hasta se recomienda no tender ropa a su paso, como se hizo durante su reciente visita a Finestrat, nada tienen que ver con los caminos que transitamos el resto de los ciudadanos. Esas calles donde se palpa la fractura social que ha generado esta crisis y las políticas de recorte aplicadas, donde vemos a tantas personas con el sufrimiento escrito en sus rostros. Las mismas calles donde tantas y tantas personas hacen colas ante Cáritas, los roperos, los comedores sociales o los bancos de alimentos. Calles en las que los parados esperan de forma admirablemente silenciosa su turno delante de las oficinas de empleo. Esas calles en las que hay centros sociales con listas de espera de meses para poder atender a tantas familias desesperadas que no llegan a fin de mes o tienen miedo a perder su casa. Las calles donde se suceden quienes rebuscan en los contenedores de basura o mendigan como buenamente pueden. Y otras muchas calles en las que tantas personas caminan llevando calladamente su sufrimiento y desesperación.

En esos caminos felices para Rajoy y su Gobierno no existen palabras como desigualdad, pobreza, justicia social, equidad, redistribución, escasez, mendicidad, indigencia y exclusión. Y es que igual que los niños, piensan que simplemente con ignorarlas dejan de existir como por arte de magia. Sin embargo, nunca han entendido que la salud de todo nuestro sistema democrático y de la propia sociedad depende de su capacidad de inclusión de esos sectores tan amplios que la crisis ha dejado en la cuneta y también sin algo tan fundamental en política como son las expectativas de futuro.

En el último libro del prestigioso sociólogo Zygmunt Bauman que lleva el título de «Ceguera moral: la pérdida de sensibilidad en la modernidad líquida», el autor denuncia la insensibilidad que lleva a que algunos actos humanos se sitúen fuera de las exigencias éticas básicas, como sucede con algunos responsables políticos. Bauman critica a quienes hacen lo que quieren y lo que les conviene en función de sus intereses egoístas sin que existan mecanismos para sancionar estos comportamientos dañinos. Y lo peor es que esta ceguera moral que no pocos gobernantes evidencian se contagia al resto de la sociedad, que pierde su imprescindible sensibilidad colectiva ante comportamientos indecentes a los que no da importancia.

La fractura social creada por la crisis y las políticas de recorte no solo han generado una situación de emergencia social, sino también un estado de emergencia democrática en el que tenemos la necesidad de recuperar la dignidad perdida y pisoteada al borde de tantos caminos.

@carlosgomezgil