Nos cuentan los apócrifos de la infancia de Jesús que la Sagrada Familia, en su huída a Egipto, tuvo necesidad de esconderse bajo una palmera cuyas palmas la ocultaron y protegieron de los soldados de Herodes. Esta acción fue recompensada por el Niño Jesús que mandó a un ángel plantar una palma de dicha palmera en el paraíso. Y de esa palmera celestial procede la palma dorada que desciende el ángel de la Mangrana de nuestra Festa para entregarla a María como obsequio de su Hijo y, sobre todo, para que la proteja durante su Dormición. El encargo del ángel es claro: «En mana'm que us la portàs/aquesta palma i us la donàs/que us la façau davant portar/quan vos porten a soterrar».

La palma, tras ser besada y posada en la frente de quien la da y quien la recibe, pasa de las manos del ángel a las de María. Y, con el mismo ceremonial, es entregada a San Juan con el encargo de portarla en el sepelio de la Virgen. El apóstol, al acabar la Vespra, deposita la palma sobre el cuerpo de la Madre de Dios para que esté protegido desde su Tránsito hasta su entierro. En la Festa, San Pedro vuelve a ofrecerla a San Juan para cumplir la voluntad de María: «preneu vós Joan la palma preciosa/e portau-la davant lo cos glorificat». También se usa la palma para bautizar a los judíos tras su conversión al contemplar el milagro de «les mans gafes».

Solamente al final del Misterio, cuando la Maredéu entra coronada por las puertas de cielo, esa misma palma que la ha acompañado y defendido en la tierra, es deshojada por San Juan. Según el rito secular, el mismo cantor desciende del cadafal, sube a las tribunas y entrega a la máxima autoridad local y, desde la creación del Patronato del Misteri, a su presidente, sendos mazos de palmitas. Ambos, a su vez, se encargan de repartir las hojuelas entre los ilicitanos, que las recogen y conservan con gran interés y devoción.

Tal interés ya aparece constatado en el siglo XVII. La propia consueta de 1625 señala que dos forasteros, tras presenciar la Festa, volvían a sus lugares de origen. Desatada una gran tormenta, un rayo fulminó a uno de ellos y dejó ileso a su compañero, que caminaba a su lado. Interrogado sobre este hecho, que se consideró milagroso, indicó el visitante que había sido protegido por una hoja de la palma de la fiesta de la Virgen de Elche, que se había procurado por devoción y que llevaba cosida en el forro de su «gipó» o jubón. Y, señala la consueta que los ilicitanos, viendo la protección efectiva que ofrecía dicha palma, manifestaron su «devossió de llevar ab sí la palma de Nostra Senyora».

El crecimiento demográfico de la ciudad hizo que una sola palma fuera insuficiente para cubrir la demanda de hojuelas por parte de los ilicitanos, de manera que desde los años setenta del siglo pasado se confeccionan además otras palmitas sueltas para repartirlas al final de la celebración. Tales palmitas también se colocan junto a la Patrona durante la noche del 14 al 15 de agosto, de manera que adquieren el mismo carácter devocional que las obtenidas directamente de la palma del ángel. Todas estas hojuelas son distribuidas al término de la celebración y guardadas, junto con el oropel caído del cielo, con especial veneración.

Es más, en estos días en los que recordamos a nuestros difuntos, resulta de interés remarcar la creación en la ciudad, especialmente entre los miembros de la gran familia del Misteri, de unas costumbres funerarias específicas y claramente basadas en la representación asuncionista. Se trata, por una parte, de la acción de colocar en las tumbas de nuestros seres queridos, como señal de estima y respeto, palmitas de la Festa recogidas en las últimas celebraciones. Y, sobre todo, la de situar sobre el cuerpo o sobre el féretro de nuestros familiares y amigos fallecidos alguna de las hojuelas de la palma celestial. De esta manera, imitando aquello que vemos hacer en la Festa con la figura de nuestra Patrona, también nuestros familiares quedan protegidos durante su tránsito.

Las hojas de la palma celestial adornadas con oropel, que en el siglo XIX eran entregadas al alcalde de la ciudad atadas con una «Medida» de la Virgen, incidiendo en su carácter piadoso, son, por tanto, un objeto de religiosidad popular característico de nuestra ciudad. Un objeto que los ilicitanos hemos sabido conservar a lo largo de los siglos y que queremos legar intacto a nuestros sucesores de manera, que como señalaba la mencionada consueta de 1625 al recordar su íntima relación con nuestra Patrona y su Festa, «la tingam en gran veneratió».