El conflicto en torno a la reivindicación del derecho a la autodeterminación de Cataluña está en el centro de la agenda política, tanto en Cataluña como en el conjunto de España. La clave de la actual polarización entre unionismo e independentismo está en la impugnación en 2010 por el Tribunal Constitucional español, a instancias del Partido Popular, del Estatuto de Cataluña de 2006, aprobado por los parlamentos catalán y español y refrendado por el 74% de los votantes de Cataluña. ¿Puede considerarse democrática una sentencia que desautoriza a los parlamentos español y catalán, usurpa la palabra a la ciudadanía catalana y convierte en un delito la consulta popular del 29 de Noviembre de 2014, en la que 1.800.000 mil personas votaron a favor de la independencia de Cataluña?

Veamos. La cuestión nacional ha sido una constante en España desde su construcción como Estado-nación a partir de la Constitución de Cádiz de 1812. En línea con el ciclo de las revoluciones liberales impulsado por la Revolución Francesa de 1789, el proyecto de España como «nación» fundamentó la lucha de la burguesía liberal para romper las trabas impuestas por el Antiguo Régimen a la expansión del capital. De ahí que el ideario de la burguesía liberal identificara la nación española con el Estado unitario y el mercado nacional, necesarios ambos para garantizar la libre circulación de mercancías y capital. Así fue como el nacionalismo español se configuró como un nacionalismo de Estado, de la mano del liberalismo. A partir de este origen fueron configurándose las distintas formas de entender la nación española y su organización territorial (centralismo, autonomismo, federalismo, en sus diversas variantes).

Al nacionalismo de Estado correspondió la consideración del pueblo español como la suma de todos los españoles con una identidad común, forjada desde tiempos remotos, base del vínculo de fidelidad a la «madre patria». En la historia reciente de España, esta concepción constituye el fundamento ideológico de la tensión entre el nacionalismo español, que no considera otra nación que no sea España, y el nacionalismo catalán, entre el resto de nacionalismos no estatales, que reivindica para sí la misma condición de «nación», con todos los derechos asociados a la misma. Bajo esta pugna subyacen las dos formas básicas de entender «lo nacional»: la del nacionalismo conservador, que identifica la nación con una realidad heredada, independiente de las voluntades individuales («somos porque somos»), y la propia de lo que podríamos llamar «nacionalismo cívico», que la concibe como la asociación libre de los habitantes de un territorio, dotados de derechos y, por tanto, de soberanía («somos porque queremos ser»).

La cuestión nacional, no puede disociarse de la cuestión social. La burguesía española anudó sus intereses económicos en torno a la unidad del Estado español. La burguesía catalana, excluida del poder político español, hizo lo propio, a partir de la primera década del siglo pasado, en torno a la reivindicación de Cataluña como comunidad política diferenciada. Ambas élites se han apoyado, tradicionalmente, en la igualdad en «lo nacional» para enmascarar la desigualdad en «lo social» y neutralizar, de esta forma, la rebeldía social. Por el contrario, para las alternativas con contenidos populares, el proyecto nacional está indisolublemente unido a la inclusión política y social por la vía de la soberanía popular, con todas sus consecuencias, y la distribución equitativa de la riqueza.

En el actual contexto de crisis económica, los intereses comunes de las élites de poder económico y político catalana y española se han puesto de manifiesto en la imposición por los gobiernos del PP y de CIU del mismo programa neoliberal que, por la vía de los recortes, la subida de impuestos indirectos y las privatizaciones, ha supuesto un expolio social sin precedentes en beneficio de las rentas del gran capital y, paradójicamente, el sometimiento de la «tan invocada» soberanía nacional a los dictámenes de la oligarquía financiera nacional e internacional. La disputa actual entre ambas élites responde a la aspiración catalana a la igualdad de trato entre naciones en el seno de la Unión Europea.

Sin embargo, el proceso actual en favor del «derecho a decidir» en Cataluña ha surgido de una amplia demanda social, visible en las movilizaciones populares de los últimos años. La incorporación al movimiento de CIU y del gobierno de Artur Mas ha sido posterior. Asociar esta aspiración legítima de la ciudadanía catalana con una amenaza a la integridad de España es absurdo. Lo cierto es que, hoy por hoy, esta aspiración no tiene acomodo en la Constitución española. Ésta, al asignar la titularidad única de la soberanía a un único pueblo español, articular la cuestión nacional de España en torno a la «indisoluble unidad de la nación española» y restringir lo nacional a la autonomía, veta la posibilidad de ejercer derechos colectivos como el derecho a la autodeterminación por otra vía que no sea la de la insumisión o la reforma constitucional.

La superación de la cuestión nacional en España pasa por el reconocimiento de la plurinacionalidad del Estado español, que trasladaría lo nacional a lo supranacional. No hay nación más sólida que la que se basa en el consenso cívico, la justicia social y el trato igualitario con las demás naciones.