Las disculpas parciales que el exprimer ministro británico Tony Blair pidió hace unos días en una entrevista en televisión por su actuación durante la guerra de Irak en el año 2003, deben enmarcarse en la próxima aparición de las conclusiones del informe de la investigación del diplomático John Chilcot, que comenzó hace seis años a instancias del Gobierno británico de Gordon Brown, sobre la invasión de Irak.

Blair es el primero de los tres protagonistas de la famosa foto del Trío de las Azores en reconocer que la guerra de Irak no fue un error provocado por supuestas informaciones equivocadas de los servicios de inteligencia de EE UU e Inglaterra, sino una tergiversación de la realidad encaminada a conseguir un fin político. Con la dominación de Irak se pretendió apoderarse de la producción del petróleo así como imponer su concepto de la democracia y extenderla después a los países de la zona, lugares donde su idiosincrasia y su, en ocasiones, base social tribal hubiese obligado a actuar de una manera mucho más cautelosa. Los atentados del 11S fueron un pretexto perfecto que apoyó una decisión tomada previamente.

La principal consecuencia que podemos deducir, diez años después de los acontecimientos que nos ocupan, es que fue una guerra inventada con argumentos sacados de la nada. Para conseguir el fin deseado se preconstituyeron pruebas, como la famosa existencia de armas de destrucción masiva que nunca aparecieron, y se manipuló y se mintió de manera decidida a cerca de las causas por las que se quería invadir Irak y descabezar a Saddam Hussein del gobierno. Tanto Tony Blair como los otros dos principales protagonistas, George W. Bush y José María Aznar, conocían perfectamente que aquellas armas no existían porque no se había encontrado ninguna evidencia.

No deja de ser curioso que Blair, en sus recientes declaraciones, mezclara lo que a todas luces fue una decisión contraria al consenso internacional con la reacción popular que se produjo en algunos países árabes autoritarios en la llamada primavera árabe. Cuando dijo que también este movimiento podría haber tenido impacto en un Irak dominado por Hussein hizo un claro ejercicio de cinismo al comparar una respuesta popular a un Estado autoritario con una decisión unilateral de alterar el orden político en el Oriente Medio sin prever las consecuencias y con buena parte de la comunidad internacional en contra.

En cualquier caso no pensamos que este mea culpa haya causado ninguna sorpresa si nos atenemos a la bibliografía que se ha venido publicando, desde hace años, sobre el conflicto de Irak y sobre el desastre que supuso la intervención de una coalición de países liderados por EE UU sin mandato expreso de la ONU. De lo mucho editado recordamos haber leído con atención, hace ya diez años, La caída de Bagdad (Editorial Anagrama, 2005), el interesante trabajo de Jon Lee Anderson sobre las consecuencias de la guerra para la población de Bagdad y la entrada de los norteamericanos como elefantes en una cacharrería. También el periodista español Jon Sistiaga nos contó en su libro Ninguna guerra se parece a otra (Plaza & Janés, 2004) el asesinato del cámara José Couso por un ataque del ejército de EE UU al hotel donde se alojaban la mayoría de los corresponsales extranjeros, cuyos responsables directos no han podido ser enjuiciados por la justicia española gracias, entre diversas causas, al vergonzoso comportamiento de los sucesivos gobiernos españoles que han puesto todas las trabas posibles para hacer justicia. Incluso aquellos no habituados a la lectura que hayan evitado, conscientemente o no, conocer las mentiras sobre las que se sustentó la guerra de Irak del año 2003 no leyendo los reportajes periodísticos o libros publicados desde entonces, han podido saber la verdad viendo alguna de las numerosas películas de Hollywood que hace tiempo apostaron por dar a conocer la verdadera intención de la coalición.

Peor que iniciar una guerra que pretendía imponer la idea de organizar un Estado sin comprender su idiosincrasia, fue desconocer las consecuencias que podrían derivarse. EE UU desmanteló la estructura política de Irak sin organizar un nuevo Estado y con ello propició la expansión definitiva de Al Qaeda y tiempo después el nacimiento de ISIS que ha supuesto un desafío y una amenaza para Europa.

Aún se recuerda el aplauso de los diputados del Partido Popular cuando entre risas y gestos de victoria aprobaron en el Congreso de los Diputados la participación y el apoyo de nuestras tropas a aquella guerra. Pretender ahora hacer creer a la ciudadanía que en realidad España no estuvo involucrada supone tratar de tergiversar el pasado para no asumir el tremendo error que fue para José María Aznar convertirse en el recadero de EE UU. Seguimos a la espera, tras la declaración de Blair asumiendo el error y las consecuencias que trajo la intervención militar en Irak, que Aznar asuma también su parte de culpa cuando mintió a los españoles al asegurar en la televisión que las armas de destrucción masiva existían: él sabía perfectamente que no se habían encontrado.