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Todo el mundo sabe de lo que son capaces. Han hecho trampas por un tubo para conseguir ser los primeros. Gente muy próxima, de su mayor confianza, ha distraído lo que no hay en los escritos para llenar de combustible el depósito y que así las proclamas del invento llegasen al último de los rincones y fueran como un tiro en los momentos decisivos de la carrera. Han violentado las normas de juego y no pocos de los artífices directamente enfangados tienen hecha la foto para los restos. Y, sin embargo, a los que están al frente de esta perversa maquinaria les da igual y no piensan renunciar a mantenerse en la competición. Muy al contrario. En cuanto se enfrentan al siguiente desafío, acortan la enorme distancia que mantienen habitualmente con el público y se mezclan con él queriendo aparentar que son igualitos al resto. Pero hace tiempo que van embutidos en un traje especial que cuenta en el mercado con existencias muy limitadas. Saben que sabemos que no son trigo limpio, que ellos y los que los rodean se han pasado de frenada y, no obstante, siguen comportándose como si ese rosario de vergüenzas les fuese por completo ajeno. Hay que tener mucho cuajo para desenvolverse limpios de polvo y paja y volver a prometer el oro y el moro apretando el acelerador todo lo que haga falta. Carecen de valor para reconocer que han pecado por acción u omisión y proceder a la retirada o no les falta valor sino que les sobra osadía. Es mucho el ruido que continúa habiendo en el box de ciertas escuderías y los gases contaminantes tienen el circuito hecho una lástima. Algunos participantes se han caído o los han tirado, aunque los que más daño le hacen a la prueba conserven la situación de privilegio mientras la afición, con ese gran aguante del que hace gala, no escarmiente. Sí, nos va la marcha, pero ya está bien, Valentino.

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