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Juan R. Gil

Reivindicación de las diputaciones

licante es la quinta provincia en población de España, superada sólo por Madrid, Barcelona, Valencia y Sevilla, a la que periódicamente arrebata el cuarto puesto. Es la provincia más pequeña en territorio de la Comunidad Valenciana, pero la más densamente poblada (casi cien habitantes más por kilómetro cuadrado que Valencia) y la que cuenta con mayores municipios : en la lista de las quince principales ciudades de la autonomía por censo, ocho son de esta provincia (entre ellas la segunda, la tercera, la quinta y la sexta), cinco de Valencia y dos de Castellón. Es también la quinta provincia de España que más aporta al PIB nacional. Y, sin embargo, ocupa el puesto 38 en PIB per cápita, muy lejos de la media española y de la renta por habitante de Valencia o Castellón, que en esa misma clasificación aparecen en las plazas 22 y 19 respectivamente. En definitiva, todo esto convierte Alicante en la provincia más grande de España en términos demográficos y económicos que no es capital de comunidad autónoma.

Conviene no olvidar este marco para entender lo que viene a continuación. Y es que el debate sobre la supresión de las diputaciones tiene un carácter singular en Alicante, una provincia emparedada entre dos capitales autonómicas como Valencia y Murcia, cuyo peso demográfico y económico no ha estado jamás en consonancia con su peso político e infrafinanciada tanto en los presupuestos que se elaboran en Madrid como en los que se hacen en Valencia. Por mucha distorsión que la economía sumergida introduzca en los estudios, no se puede ser al mismo tiempo la quinta que más produce y la 38 (de 52) en renta por habitante sin que algo esté funcionando rematadamente mal.

La Diputación ha servido históricamente para paliar en alguna medida esos desequilibrios. Ha impulsado políticas necesarias en infraestructuras, en estrategia y promoción turística, en modernización administrativa... que ni Madrid ni Valencia acometían. Y ha hecho cosas que han mejorado no sólo el equipamiento básico de esta provincia, sino sobre todo su autoestima. Los hospitales de Sant Joan y Orihuela no existirían de no existir la Diputación, o al menos no tal como los conocemos. El de Sant Joan lo construyó Antonio Fernández Valenzuela y el de Orihuela se consiguió gracias a la presión política del propio Valenzuela y del entonces alcalde de aquel municipio, Luis Fernando Cartagena. Alperi, presidente con UCD, y Valenzuela, con el PSOE, acabaron con ese baldón en el corazón de Alicante que era el antiguo orfanato, devolviendo la dignidad no sólo a aquellos que allí estaban acogidos sino también a la ciudad. Mira-Perceval puso en marcha SUMA, un organismo tributario que ha sido luego ejemplo en toda España; Julio de España creó el Marq, un referente museístico reconocido en toda Europa, y José Joaquín Ripoll levantó un auditorio cuyo primer proyecto databa de 1963, que nadie había sido capaz de hacer y que hoy es la mejor dotación cultural con la que contamos. La Generalitat aún no ha pagado las facturas que debe del ADDA y el Marq, y supongo que nunca abonó la parte que le correspondía de las obras en hospitales.

Este no es un alegato antiautonomía, ridículo y extemporáneo a estas alturas. Pero sí pretende ser un toque de atención frente a la frivolidad con la que se está discutiendo el futuro de las diputaciones, y en concreto de la de Alicante. Ni el gobierno de la Generalitat ni el de España, con haber hecho mucho ambos (aeropuerto, universidades, OAMI... ¿es necesario seguir enfatizando lo obvio?), han cubierto nunca por sí mismos todas las necesidades. No sólo en inversiones, tampoco en posicionamiento político. Pondré otro ejemplo, respecto a esto último: el agua. Fue Bono, como presidente de Castilla-La Mancha, el que más luchó por cerrar el trasvase Tajo-Segura. Y fue Valenzuela, pese a militar en el mismo partido, el que le plantó cara, litigando con él hasta el Supremo. Esa línea ha tenido continuidad hasta ayer mismo. Mientras José Císcar, conseller de Agricultura, se hacía carantoñas con Cospedal, presidenta castellano-manchega la pasada legislatura y -¡ay!- secretaria general del PP (la que hacía y deshacía las listas, vamos), Luisa Pastor mantenía la defensa de los trasvases. La silla del representante de la Generalitat en la Mancomunidad de los Canales del Taibilla, la que da de beber a los municipios más importantes de la provincia, entre ellos Alicante y Elche, ha estado casi siempre vacía porque el conseller de turno olvidaba acudir a las reuniones, para desesperación de su homólogo murciano. La Diputación, por contra, siempre ha estado donde había que estar.

Efectividad. La Diputación no es un gobierno provincial, por mucho que así quiera intitularse ahora César Sánchez, que ha empezado a firmar de esa manera («presidente del gobierno provincial») sus escritos. Sencillamente, no tiene legitimidad para tan alto vuelo, puesto que no es una institución de elección directa por los ciudadanos. Pero ha demostrado sobradamente su efectividad en la defensa de los intereses de Alicante y en la provisión de recursos a sus ciudadanos. El proceso de descentralización que empezó a vivir España en la Transición, más allá de la necesidad de dar salida política a las aspiraciones de determinados territorios, tuvo como principio el de acercar la Administración a los administrados y gobernar con mayor eficacia. Siendo así, la Diputación de Alicante ha demostrado una utilidad fuera de duda. Desempolvar una ley de 1983 para reducirla a la categoría de mero ente subsidiario es un error cuando más de treinta años después la Generalitat sigue sin ser capaz siquiera de dotar de contenido -ni político ni de ninguna clase- a su sede en Alicante, que se llama Casa de las Brujas, pero bien podría conocerse como Casa de los Fantasmas.

Es cierto que las diputaciones han sido también, y la de Alicante tanto o más que el resto, pasto del nepotismo, el tráfico de favores o el despilfarro. Pero convendría no caer en la misma trampa que ya nos tendieron con las cajas de ahorro: la de arrasar con instituciones que cumplían un importante papel económico y social sólo porque hubieran sido detestablemente gestionadas, en lugar de hacer lo correcto, que hubiera sido corregir con firmeza todos sus excesos pero mantener su existencia, puesto que el fin para el que nacieron era legítimo y sigue siendo necesario.

A nadie se le escapa que hay un trasfondo de batalla partidista en los intentos de cerrar las diputaciones. El PSOE y Ciudadanos las contemplan como el último reducto de poder que le queda al PP, y eso es sobre todo cierto en la de Alicante, una corporación cuyo gobierno es por primera vez de un partido distinto al que ocupa la presidencia de la Generalitat y que es, al mismo tiempo, la institución de más relevancia que conserva el PP después de la debacle de mayo. Pero todos habían coincidido en aquella campaña en proclamar que era la gente la que iba a pasar a estar en el centro de la actuación política, y si eso es así mermar ahora la Diputación sería una incoherencia. En todo caso, tengan también todos en cuenta una cosa: al contrario de lo que pueda parecer, en esta comunidad desvertebrada la Diputación de Alicante jamás ha sido un factor disgregador. Al contrario, poniéndose al frente de todas las manifestaciones lo que ha hecho es mantener éstas dentro de un marco de estabilidad. Si en Alicante el cantonalismo no ha sido más que un espantajo para incautos es, entre otras cosas, porque estaba la Diputación para amortiguar las tensiones. Quítenla y veremos qué pasa.

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