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Pocas veces me he sentido tan abstraído últimamente con un programa de televisión como con el coloquio dedicado a la situación de Grecia que propició Ramón Colom en Millennium. El cara a cara entre el helenista Pedro Olalla y el excomisario europeo Joaquín Almunia, aderezado por las apostillas del resto de invitados a la mesa, fue de esos capaces de abducirme hasta el punto de olvidarme por completo del tiempo y del espacio. Que esto suceda a las dos de la madrugada es más que meritorio.

El programa llevaba por título Grecia obstinada, y fue Pedro Olalla el que a su término (llevaban conversando 45 minutos pero había tanto que comentar que parecía que acababan de iniciar la conversación) preguntó a Colom el porqué del aserto, puesto que según sus argumentaciones habría venido mejor algo así como Grecia sometida. El director del programa dio las explicaciones oportunas, pero todos, del primer al último de los espectadores, tanto como él mismo, nos quedamos con ganas de más. ¿Quién dijo que este tipo de formatos son radio televisada? En absoluto. Nos encontramos ante un ejemplo de televisión de la buena, en la que la imagen enriquece y eleva a la máxima potencia los argumentos, los datos, el tono y los matices con que se expresan los contertulios.

Corren muy malos tiempos cuando las únicas entrevistas que pueden tener cabida en un prime time de la televisión pública son aquellas que poseen formato de programa del corazón, que los espectadores secundan con embeleso. Es doloroso comprobar hasta qué punto se han subvertido los valores. Bertín Osborne, con lazo de oro. El debate de Somoano, arrinconado a la madrugada. El Millennium de Colom, castigado y sin postre. Pero es bueno saber que hay vida más allá de Évole.

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