Perdonen ustedes que me erija «por la cara» y por única vez en representante de esa gran masa de ciudadanos hartos. Debo confesar que mi representatividad no va más allá de la que me otorga el poder explayar mis opiniones en este diario, cosa que es de agradecer y así lo hago.

Es posible que usted, ufano lector, también esté de acuerdo con esa inicial declaración de intenciones y se muestre también simplemente harto de toda la hipocresía política que nos rodea. Es usted de los nuestros. Así es posible que, conjurando todos los hartazgos y haciéndolos evidentes, podamos vomitar, de forma psicoanalítica si se quiere, toda la incertidumbre acumulada y también la venidera: se acercan las elecciones generales y debemos votar.

Y aseguramos que no votaremos a aquellos partidos que han acunado la corrupción entre sus filas, fomentado el sectarismo, mimado el privilegio de sus miembros y secuaces, consentida la prepotencia -rayana en la chulería- y opresora de los más débiles y bastante dada a la confusión con otros poderes del Estado a veces tan influyente como repetitiva.

A nuestro entender no existe un partido político global, un partido que nos garantice plenamente la plasmación de nuestros deseos y necesidades, ni siquiera las básicas, concretándolas en acciones políticas mínimamente criticables y ampliamente consensuadas. De momento, no existe. Casi todos mienten más que hablan. Sus ideologías o, simplemente sus maneras, se confunden sustituyendo nuestras necesidades por sus intereses. Nos confunden con sus programas políticos estando en la oposición y nos oprimen y ningunean cuando gobiernan. No recuerdo ninguna legislatura, y van unas cuantas vividas en democracia, en la que la justicia social haya sido una característica política esencial.

Tampoco creemos en operaciones quirúrgicas efectuadas por cirujanos políticos expertos en nuevas pieles y almas. Nadie es capaz de ver el alma de otro, por lo tanto un alma nunca puede ser bonita, ni fea, ni eficaz, ni convincente. Cirujanos, decía, que lo único que han demostrado a la ciudadanía es que la patria operación era de hemorroides y ellos mismos la causa que las provocó.

No, no votaremos al PP. Las repetitivas propuestas que plantea como novedosas, incluso sus éxitos económicos, no terminan de generar la suficiente confianza, digno eufemismo de una caída electoral que puede ser tan histórica como merecida. Demasiados signos dentro de ese partido nos hacen especular con su estrepitoso fracaso. Las encuestas también van a la zaga. Tampoco nos enamora Ciudadanos: con la política económica que plantean nunca veremos los objetivos sociales que defienden. Ambos entre sí son una suma de síntesis cero. Su posible tándem postelectoral con el PP refuerza la idea de que si no son lo mismo, tajo parejo.

Por otro lado, el PSOE, al que tampoco votaremos, debe andarse con cuidado a la hora de plantearse expectativas políticas e ilusiones futuribles. Ya regobernaron y no salimos muy bien parados. La formación se define ahora renovadora pero el pasado es insoslayable y el presente no puede pasar por la hipocresía, por ejemplo, de fichar a quien denostó al partido del que ahora forma parte. Simplemente por respeto a quienes les votaron. Ya hemos olvidado aquella vez en la que el PSOE fue objeto de nuestro voto. Sin embargo, recordamos que el mismo se basaba en la defensa orgullosa de una determinada ideología política, de unas ideas, si se quiere, defensoras del progreso común de todos los ciudadanos en lo social y en la redistribución de la riqueza en lo económico como mejor forma de vida en sociedad. No, no lo votaremos: todavía es demasiado reciente la implantación de aquellas políticas económicas que jamás se correspondieron con el ideario socialista y que se rindió sumiso a la desaparición consciente del Estado del Bienestar. Todavía nos hiere el recuerdo de cómo permanecieron inertes ante la catástrofe que se avecinaba. Si quieren gobernar necesitaran todos los apoyos posibles.

La nueva política, efectuada por nuevos políticos y nuevas formaciones, debe ajustarse a principios veraces, infranqueables, identitarios e indestructibles al paso del tiempo que hagan que los objetivos políticos, puestos al servicio de la ciudadanía, sean considerados ciertos, estables y seguros y no al servicio del dinero, la influencia y el poder. Algunos dirán de esas nuevas formaciones, de esos nuevos políticos, que son radicales y populistas, pero ¿qué mayor radicalidad que la vivida hasta ahora en nuestras propias carnes por la mano de quienes la critican? ¿Qué mayor populismo que el autobombo con el que aparecen, incluso malbailando en programas televisivos o tomando unas cañas cuando hasta hace poco evitaban todo contacto sin ejercer jamás, y por otro lado, la más mínima autocrítica?

En breve, por fin, tendremos la palabra.