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José María Asencio

Instrucción judicial y plazos máximos

Las críticas de jueces y fiscales a la reforma de la Ley de Enjuiciamiento Criminal que ha establecido plazos máximos para la instrucción de los procesos penales, además de otros argumentos, se basan en la que afirman incoherencia de un modelo de investigación que, otorgando la dirección de la misma al juez de Instrucción, a su vez pone en manos del fiscal la petición de las sucesivas prórrogas. Entienden, sobre todo los fiscales, que dicha determinación legal choca contra los principios de la misma ley, siendo propia de aquellos sistemas que confieren a la Fiscalía la dirección de esta fase del proceso penal.

No les falta razón en sus argumentos. Pero las mismas tendrían solo sentido si en la práctica las disposiciones de la LECrim se cumplieran, es decir, si la instrucción, conforme al esquema legal vigente desde el siglo XIX con escasas modificaciones, se mantuviera en la realidad. Conforme a la norma vigente, es el juez de Instrucción el que dirige la investigación, ordenando diligencias de oficio o acordando las que le piden las partes. Y, en consecuencia lógica, una vez iniciada la instrucción judicial, ni policía, ni fiscales pueden llevar a cabo diligencia alguna de forma autónoma, pues solo son admisibles las decididas por el juez que controla, de este modo, la investigación garantizando la contradicción.

Ni una sola norma de la ley permite a fiscales o policías llevar a cabo actos de investigación de manera autónoma, paralela, una vez el juez pasa a dirigir la instrucción.

La realidad, como he dicho, dista mucho de aproximarse a la legalidad. Y, de este modo, la policía ejecuta actos de investigación sin contar con la autorización judicial, continúa, pues, sus indagaciones al margen del control judicial. De la misma forma, la fiscalía hace lo propio, actuando por sí u ordenando a la policía la realización de actos de investigación al margen del control judicial. Y solo si los mismos proporcionan un resultado concreto lo ponen en conocimiento de la autoridad judicial.

Esta forma de proceder está, no obstante, avalada por cierta jurisprudencia y las circulares de la Fiscalía General del Estado, que se apartan de la ley creando una nueva instrucción más próxima, pues, al modelo de investigación dirigido por el Fiscal.

En la práctica, pues, se ha impuesto un modelo que dista mucho de ajustarse a la legalidad vigente y que se aproxima a sistemas distintos, siendo de este modo que la reforma aprobada responde no tanto a una legalidad que solo permanece en el papel, sino a una praxis sin referente legal, con grave afectación de la seguridad jurídica y en el que las soluciones se fundamentan en lo que se entiende debe ser, no en lo que es conforme a la ley.

La instrucción, mejor dicho la investigación penal, es hoy materia en manos de la policía, cual sucede en los países con otros modelos. Es ésta la que investiga, pide al juez o al fiscal, que suelen acordar lo que se les solicita sin excesivos controles y, por tanto, continúa sus diligencias de forma autónoma constante el proceso. Los jueces, en la gran generalidad de los casos, se limitan a acceder a lo que se les pide y, en las causas complejas, incluso a delegar en la policía la ejecución de actos estrictamente judiciales o a pedir informes, que son meros atestados, en materias que no competen a la policía y sí a peritos o a los mismos jueces, pues entrañan valoraciones jurídicas. No obstante, la labor policial más autónoma no se desarrolla en conjunción con los jueces, sino con los fiscales, provocando una cierta crisis del sistema legal, de la contradicción en el modo en que es garantizada por la ley.

La reforma, por tanto, responde a la realidad y hace caso omiso a una legalidad que se ignora, pues la evolución natural de los hechos impide el mantenimiento de una instrucción judicial que no puede responder a una sociedad compleja en la que los delitos no son ya los propios de la España rural del XIX.

Tenemos, pues, una ley inaplicada en muchos de sus preceptos esenciales, superada por la realidad a la que los tribunales han dado una respuesta y a la que ahora el legislador pone coto atendiendo a esa misma realidad. No es demasiado correcto y constituye una contradicción, cual hacen algunos fiscales en sus críticas, establecer una situación que no se compadece con la ley vigente y, a la vez, exigir que las reformas se acomoden a esa legalidad que no se aplica.

Hora es de que el legislador proceda a una reforma integral de la ya vetusta Ley de Enjuiciamiento Criminal, abordando con firmeza el problema esencial que frena su modificación: la instrucción penal, las competencias de cada uno de sus actores, policía, fiscales y jueces, así como defensas y acusaciones populares y particulares. Mantener una norma excusando su reforma en razones técnicas o materiales, pero a la vez incumpliéndola, genera inseguridad jurídica. Cualquiera que sea el modelo por el que se opte, hora es de concretarlo, evitando esta situación de incerteza jurídica en la que nadie sabe qué es y qué debe hacer.

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