José Manuel García-Margallo ha inaugurado una nueva política de relaciones con Estados Unidos: le ha regalado una guitarra clásica española al secretario de Estado John Kerry. Hace cincuenta años cayeron cuatro bombas atómicas en Almería. Dos quedaron intactas, en solares, una cayó en la arena de Palomares y la cuarta en el mar. Palomares es localidad pedánea de Cuevas de Almanzora. Lo peor no se produjo pero hubo escape de uno de los artefactos y desde entonces España y Estados Unidos han vivido conversaciones para compensar a los vecinos de la zona que no han podido utilizar los campos que están contaminados. Se trata de que, al fin, los estadounidenses se lleven las tierras con residuos radiactivos a un cementerio atómico en su país.

Dos aviones chocaron en el aire. Uno de ellos era el nodriza, el KC135 que servía para aportar combustible a una de aquellas naves, el B52, que daban vueltas alrededor del mundo como vigías vigilantes. La carga de combustible se hacía con aviones que salían de Zaragoza o Morón. El accidente descubrió la sospechosa maniobra de Estados Unidos que mantenía la amenaza atómica en los cielos. Independientemente del escándalo mundial, más relatado por la prensa mundial que por la española, las poblaciones colindantes vivieron días auténticamente singulares.

En el accidente fallecieron cuatro pilotos. Tres llegaron a tierra. No había modo de entrar en materias formales porque en Madrid no se pasaba una. La información estaba centrada a la extracción de las bombas caídas en el mar y las circunstancias de tal pesca. Los periodistas no hospedábamos en Casa Paquita, modesta pensión en la que no siempre teníamos agua para lavarnos las legañas matinales. Una vez por semana acudíamos al Hotel Costa Sol de Almería para ducharnos adecuadamente. El único hotel de Vera estaba ocupado totalmente por los militares estadounidenses. Los soldados vivían en un amplio campamento en el que tenía su economato. En el mismo comprábamos el tabaco Chesterfield a siete pesetas. En el estanco estaba a dieciséis.

El campamento era un constante ir y venir de los soldados cuya función no acabábamos de comprender. Algunos paisanos aprovecharon la presencia de los visitantes para sacar provecho. En el hotel-gasolinera de Vera lustraba las botas de los militares Serranito III, novillero que no tuvo éxito en el oficio y vivía recogido en el convento de las Hermanitas de los Pobres de Vera. En el campamento sentó sus reales el barbero de Palomares. Allí instaló su sillón de clásica barbería, giratorio y asiento de rejilla. Para que no hubiera dudas sobre qué clase de establecimiento funcionaba al margen de los militares en lo alto de la entrada colocó un cartel que decía «Joe´s barber shop». Cortaba a tijera y afeitaba con navajas alemanas de Solingen. Un lujo.

El personaje fundamental de la comedia acabó siendo un pescador catalán, que vivía en Águilas, Paco Orts, conocido después por Paco el de la Bomba, quien me aseguró que él podía sacar el artilugio al que no llegaban los marines. Sabía donde había caído y aseguraba que la pescaría con su barca. No le hicieron caso y los americanos optaron por traer dos minisubmarinos. Aquellas maniobras fueron denominadas Operación Flecha Rota. Era título de película del oeste, pero fue frustración peor que la batalla de Litle Big Horne con el general Custer muriendo con las botas puestas. Esta guerra la ganó un indio, el hombre a quien no habían hecho caso.

En medio de la operación, el ministro de Información y Turismo, Manuel Fraga, y el embajador de Estados Unidos, Angier Bidle Duke, para mostrar al mundo que las aguas no estaban contaminadas se bañaron a la vista de gran cantidad de informadores. Las imágenes del No-Do con Fraga luciendo pudoroso Meyba, las vio medio mundo. Por entonces, Fraga ya había acelerado la puesta en funcionamiento del Parador de Mojácar con el fin de que los periodistas extranjeros tuvieran digno acomodo.

Para los cuatro periodistas que resistimos en Vera fueron gloria las cenas en Garrucha a base de gambas. La teoría de la contaminación bajó el precio y se cenaba por cuatro duros manjar tan exquisito. Sobre el terreno que se suponía contaminado me pasaron el contador Geiger por los zapatos para demostrar que no había problema. Palomares, desgraciadamente, años después, volvió a ser noticia por una contaminación inexistente. Durante el problema del aceite de colza se llegó a decir que era producto de los tomates de sus huertas.

Durante días estuve en la arena mirando por el teleobjetivo los movimientos de los marines. Finalmente los militares acabaron por hacer caso a Paco Orts. Éste fue compensado económicamente, pero no se contentó con la cifra y, defendido por el catedrático de Derecho Internacional Mariano Aguilar Navarro, uno de los catedráticos de la Complutense que estuvieron en la cabeza de una manifestación estudiantil, logró ganar el pleito a los estadounidenses para que Orts recibiera mejor premio a su labor.

Antes de que los marines claudicaran y aceptaran la colaboración de Paco, se estrelló en el Mulhacén un avión carguero que llevaba más instrumental militar para el campamento. Fue otra de las desafortunadas actuaciones aéreas de EE UU. Paco sacó la bomba con sus redes como si ello hubiera sido una ballena. Para entonces los periodistas ya habíamos regresado a nuestros diarios porque la estancia se había hecho demasiado larga.

Finalmente, las autoridades de la VI Flota del Mediterráneo nos convocaron para que pudiéramos ver la famosa bomba. En barcazas de desembarco, casi como las del ataque a la playa de Omaha durante la Guerra Mundial, nos llevaron al buque insignia. Allí vimos aquel enorme artefacto gris. Era Viernes Santo y surcando las aguas almerienses me di la vuelta y vi el espectáculo religioso del día. Camino de una bomba atómica, en Vera dejábamos una procesión subiendo por el Calvario local.

Luis García Berlanga quiso hacer una película de esta historia, pero la censura la impidió. El guión estaba lleno de figuras berlanguianas como el limpiabotas, el barbero y el pescador. Demasiado para que Franco, de nuevo, en lugar de catalogarle como comunista como le decía que era el almirante Carrero, sentenciaba que en realidad era un mal español.