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Bartolomé Pérez Gálvez

Ni líder ni ideología

El patio anda revuelto en el Partido Popular. Mala cosa, no sólo para ellos sino para la democracia española en su conjunto. Hoy por hoy sigue siendo la formación política con mayor apoyo electoral -por mucho que el declive sea imparable- y la que sustenta al actual gobierno de la nación. Dos poderosas razones para exigir más coherencia y responsabilidad a ese gallinero en el que han acabado convirtiéndose.

Por más que sea grave la corrupción del PP, no comparto la opinión de que se trate de su principal problema. Es una visión bastante cómoda tanto para sus rivales como para ellos mismos. Los primeros aprovechan este argumento como punta de lanza en sus ataques. Eso sí, habrá que coincidir con Julio Sanguinetti en que cuando la política es corrupta es porque esa lacra también campa a sus anchas en la sociedad. Vaya, que de esto no se salva nadie, por más que algunos alardeen de su condición de puros e inmaculados. Y si para la oposición es un discurso fácil, y que cala bien en la sociedad, no lo es menos para los propios populares. Si todo sus males respondieran a la corrupción sería suficiente con dar algún merecido escarmiento -para esos están los Bárcenas, Rato, Olivas y similares- y asunto resuelto. Ojalá todo quedara ahí.

En ausencia de liderazgo, un partido no puede aspirar a gobernar España. Esta es una de las grandes carencias de los populares, que se esfuerzan en maquillar. Decididamente, Rajoy no tiene madera de líder. Nunca la ha tenido. Lo ocurrido esta semana es, una vez más, ejemplo de quien ostenta el poder en ausencia de autoridad. Ordeno y mando pero sin respeto. A dos meses de las elecciones, el aspirante a revalidar la presidencia de este país no es capaz de mantener la tranquilidad entre sus propias filas. Y no hablo de los miles -más bien, millones- de votantes que han acabado dando la espalda al PP. El tema es aún más serio. Sus más directos colaboradores, los miembros del Gobierno, andan a la gresca entre ellos. Algunos, como Luis de Guindos, ya han avisado que se bajan del barco. Si esta situación garantiza algo no es precisamente éxito.

Cristóbal Montoro ha puesto a caer de un burro a todo quisqui. A García Margallo lo califica de arrogante intelectual. Sea o no correcta su apreciación, nada tiene que ver su comportamiento con la imagen de cohesión que precisa transmitir el PP en el momento actual. Pone a caldo a Aznar, por el mero hecho de que éste se atreviera a advertir del caos que se está generando en el partido que presidió. Y, entre piropo y piropo, ofrece muestras de su hipertrofiado ego. Quiere ser el chico más aplicado de la clase: «ahora me toca vender mis datos», dice todo ufano. Datos no tan malos como desearía la oposición pero que nos han costado sangre, posiblemente más de la que hubiéramos debido perder.

En su defensa, Montoro acierta cuando afirma que sus palabras no pueden crear una crisis en el PP. Es obvio que su partido ya andaba inmerso en la bronca antes de que él cantara las cuarenta. Realmente es esta crisis interna la que hace que el ministro hable y no al revés. A Cayetana Álvarez de Toledo también se le ha calentado la boca -más bien, la pluma- y ha escrito una carta a su jefe de filas. Con nocturnidad y alevosía, la diputada nacional dice que se va porque, en cuatro años de mayoría absoluta, «la democracia ni se ha regenerado ni se ha defendido». Ojo que son palabras mayores. Lo de menos es que critique la inútil renovación cosmética de los populares o la mala gestión de la campaña catalana. Lo dicho, sus razones apuntan a asuntos de mayor calado.

Si la falta de liderazgo es grave, aún lo es más la pérdida de una referencia ideológica. Este sí es el verdadero problema del Partido Popular y el que acabará llevándoles a la desaparición. Lo ocurrido con Arantza Quiroga es una muestra de cómo el PP cambia de ideario al son que más conviene. Hace ya siete años, Rajoy acabó con la trayectoria política de María San Gil. Aparentemente disgustaba la postura de la heredera de Jaime Mayor, contraria a cualquier cesión ante el nacionalismo abertzale o el catalán. Ahora, por defender la postura contraria, se elimina a Quiroga. Tal vez no tengan tanto que ver los matices ideológicos y sí el protagonismo personal. San Gil se lo restaba a Rajoy; Quiroga al ministro de Sanidad, Alfonso Alonso, quien finalmente ha alcanzado la presidencia de los populares vascos.

En ese manifiesto de Aznar que tanto ha molestado en Génova, el expresidente advertía de un fraccionamiento del centro derecha. Álvarez de Toledo también hacía referencia a la pasividad de Rajoy ante la emergencia de un «poderoso adversario» en el espacio electoral del PP, en clara referencia a Ciudadanos. Coincido y, a la vez, discrepo de ambas opiniones. Es evidente que el partido de Albert Rivera está ocupando el hueco del centro-derecha. Ahora bien, no existe tal fraccionamiento de este espacio político porque, desde hace años, asistimos a un desplazamiento del PP hacia una derecha cada vez más extrema. Basta consultar los barómetros del Centro de Investigaciones Sociológicas (CIS) para observar esta tendencia, llamativamente contraria a la que viene caracterizando a la sociedad española.

Rajoy no sólo incumple sus promesas electorales sino -y esto es más preocupante- permite que su partido haga lo mismo con la ideología que dice representar. Los populares han renegado de sus principios centristas. En el incumplimiento de su propia concepción ideológica radica su mayor mal. Ni a los ojos de los ciudadanos ni por sus actuaciones, el Partido Popular puede ser considerado actualmente como una formación centro reformista, como proclaman sus estatutos. De ahí que Ciudadanos haya sido el gran vencedor de los partidos constitucionalistas en las elecciones catalanas. El PP ha perdido su espacio. Ha renunciado al centrismo que le encumbró a finales de los noventa. Pero también se ha convertido en una suerte de veleta política, defendiendo un discurso aquí y otro allá, según sople el viento en cada momento. Y esa incoherencia se paga cara.

Ciudadanos no es heredero del PP, cuando menos del actual. Ahora bien, si aspira a ocupar el espacio que los populares han abandonado voluntariamente, deben definir su posicionamiento ideológico. En las autonómicas alardearon de no ser de izquierdas ni de derechas, justificando que ese discurso estaba superado. Hoy, la sociedad española les sitúa en un centro-derecha que, insisto, no se encuentra fraccionado sino necesitado de un referente.

Creen en Génova que el partido de Albert Rivera es el enemigo a batir. No hay peor ciego que el que no quiere ver. El enemigo está en sus filas, en la ausencia de un líder y en esa farsa ideológica que profesan. Álvarez de Toledo afirmaba que Rajoy se pierde y con él pierde el PP. Y España, no tengan duda.

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