Explicar a determinados políticos y partidos políticos, a los nacionalismos y a los nacionalistas excluyentes (todos lo son), a ciertos medios de comunicación situados más allá del bien y del mal, a determinados grupos ciudadanos y plataformas emergentes de extrema izquierda, a tantos autoproclamados intelectuales e intelectualas, a tantos modernos y modernas, a tantos demagogos y demagogas, a tantos populistas y populistos, a estas alturas del siglo XXI, en Europa y en España, en sociedades desarrolladas, en el mundo civilizado; explicarle a todos ellos y ellas, digo, que uno de los pilares fundamentales en los que se asienta la verdadera democracia, el Estado de Derecho de los países libres, radica en el respeto a los jueces y tribunales, a su independencia, a su responsable libertad para tomar decisiones en el marco de la Ley, a sus resoluciones pese a poder discrepar de las mismas; explicar todo esto, reitero, resulta una tarea no solo agotadora y frustrante en el terreno intelectual, sino un auténtico desafío a los principios básicos de la convivencia en libertad, de la igualdad y la confianza en el propio ser humano, a siglos de lucha por la democracia. Si excluimos las dictaduras de cualquier color, a los sistemas políticos basados en el demagógico populismo y a ciertas elucubraciones de ciencia ficción política engendradas en las peligrosas mentes de los iluminados de siempre, nunca han funcionado mejor las sociedades, nunca han estado mejor defendidos los ciudadanos, nunca ha habido más garantías en la protección de sus derechos, que con un sistema de Justicia administrado por jueces y tribunales libres, independientes y respetados en su integridad. Aunque se equivoquen. Lo contrario retrotrae al ser humano a los tiempos de la oscuridad, la selva, la ley de Lynch, la barbarie, la desigualdad y los privilegios.

Pero todas estas reflexiones, estos principios básicos perfectamente asumidos y respetados en los países más prósperos, libres y democráticos del mundo, no forman parte del diccionario del independentismo catalán y sus líderes. Recurriendo perpetuamente al victimismo y la agresión de los «otros» -ese bodoque sentimiento nacionalista de aldea invadida por los que no somos nosotros-, el independentismo catalán dirige ahora el rumbo de su profundo delirio atacando la independencia judicial, cuestionando la actuación de los tribunales cuando su decisiones no les agradan. El bochornoso espectáculo protagonizado esta semana a las puertas del Tribunal Superior de Justicia de Cataluña por 400 alcaldes (con su vara de mando en la mano para que se sepa quién manda), miembros del Gobierno catalán y diputados independentistas arropando a Arturo Más que iba a declarar en calidad de imputado, no solo constituye una conducta intolerable (¿y quizá punitiva?) de ataque a la independencia de los tribunales, sino que produce una vergonzosa imagen al exterior impropia de quienes se dicen los más europeos y civilizados. Es inimaginable ver algo así en cualquier otro país democrático.

Porque no estamos hablando de un grupo de amigos o familiares reunidos a la puerta del tribunal para confortar a uno de los suyos cuando va a ser juzgado, no; no estamos hablando de un acto de expectación o notoriedad que concentra a los curiosos de siempre, no; hablamos de un reto, de un auténtico pulso a la independencia judicial, a un poder del Estado, a las esencias constitucionales de los países libres, a una de las raíces más firmes en la que se asienta la democracia. Y esos ataques no los están produciendo un grupo de curiosos ni de familiares, sino otras autoridades públicas municipales, autonómicas o parlamentarias. De ahí la estupefacción, de ahí el bochorno, de ahí la vergüenza ante Europa y los países democráticos. Si no están de acuerdo con las decisiones judiciales hagan como el resto de los ciudadanos, defiéndanse, recúrranlas, pero dentro de la Ley, del propio sistema de normas y reglas que nos hemos dado democráticamente. No pueden valerse de sus privilegios como cargos públicos para violentar y acosar la independencia de los jueces. Por cierto, cuando el Tribunal Supremo condenó a varios participantes de la protesta frente al Parlamento de Cataluña de 2014 la Justicia sí era independiente. Por eso el conseller Francesc Homs declaró entonces que gran parte de la ciudadanía no entendería que quedase en nada aquel asedio, dado que fue una expresión violenta y una intimidación.

La independencia de jueces y tribunales, no perturbar y menos aún acosar su libertad cuando toman decisiones, creer y confiar en su integridad, huir de la descalificación, son requisitos imprescindibles, fundamentales en una sociedad democrática. De lo contrario, no tengan la menor duda, estaríamos en una dictadura. De ahí lo desolador que resulta cuando algunos jueces o exjueces -muy pocos, afortunadamente-, se permiten criticar, descalificar, sospechar de la imparcialidad, de la integridad de otros jueces cuando los juzgados son ellos (hemos tenido algún caso muy mediático) o cuando, por motivos exclusivamente ideológicos y políticos, ponen en duda la independencia de determinados jueces. ¿Qué puede pensar así el pueblo?