Querida Raquel, espero que al recibo de ésta te encuentres tan feliz como deseo y como, sin duda, te imagino estos día de octubre en los que llega a mis oídos la noticia de tu jubilación. Aún me cuesta creerlo. Raquel y Jubilación. Son términos que no casan; un oxímoron como la copa de un pino, vamos, como «hielo helado» o «docta estupidez». Pero resulta que es verdad, que tus 38 años en este bendito oficio de enseñar (y 35 en la dirección del centro) han dado tanto de sí que, sin apenas darnos cuenta, ha llegado el momento de pisar el escenario, saludar al público y decir adiós con el gesto más noble.

Te voy a ser sincero: no creo que alguien como tú se marche así como así de un espacio tan tuyo, tan nuestro, tan sagrado como el Figueras Pacheco, el instituto que marcó la vida de muchos de nosotros y del que ahora te despides. Haz memoria. Acabaste la carrera de Filología Inglesa con sólo 21 años. Un curso en Belfast. Las oposiciones de rigor. Dos años de profesora de inglés en el Figueras y de ahí a directora, con tu aspecto de niña buena, sonrisa permanente y ojitos achinados. Allí te encontré en septiembre de 1978, recién llegado a aquel edificio de la calle Fernando Madroñal, completamente perdido entre novatos como yo y alumnos resabiados que nos miraban más allá de la indulgencia. Y allí descubrí también -cómo olvidarla- la figura redentora y delgada de Rosita, la conserje, la centinela de un reino que aún ocupa su espacio en la memoria. Seguro que la recordarás tanto o más que yo: resolutiva y locuaz, dulce y entregada. Y aún la veo tomándome del brazo y encaminando mis pasos hacia el aula perdida. Allí pasé mi tiempo y mi fecunda aventura en el Figueras, allí descubrí mi auténtica vocación y allí conocí a seres que me han acompañado a lo largo de los días, de las dudas y de los años.

Lo que son las cosas, Raquel. Como las alineaciones legendarias, junto a tu imagen, me viene ahora la de Dolores Macián, Pedro Aulló, Marina Aragón, Matilde Bueso, Carmen Pascual, Emiliano Blasco, Pilar Maestro y Mª Ángeles Claramunt; aunque de aquel claustro de finales de los setenta también quedaron en mi recuerdo profesores y profesoras que más tarde o más temprano se cruzarían en mi camino, como Alejandro Filgueira, Carlos Peretó, Juana Serna, Daniel García, Inmaculada Verdeguer, Emiliano Callado, José Carlos Rovira, Emilia Gómez, Ana Ballester, María Beltrán.... Eran tantos.

Como verás, no he perdido detalle de los momentos, de los lugares, de los nombres? Sin embargo, quiero que sepas que lo que me ha quedado de ti es mucho más que el valor y la categoría de un ser excepcional en todos los sentidos. De ti guardo -te lo confieso ahora- el ejemplo más claro, más limpio, de tesón y voluntad, de amor a una profesión tan fascinante como la nuestra. De hecho, nada más tomar la dirección del instituto, ya te estabas licenciando en Pedagogía, en funciones directivas, para rendir como nadie. Y eso sin dejar a un lado que, a lo largo del tiempo, no diste tregua a la inquietud impartiendo seminarios, cursos (ICE, Máster en Educación, CEFIRE), colaborando en libros de texto, ejerciendo de representante de Enseñanza Media en las pruebas de Selectividad? Qué modo tan admirable de tenerlo claro, Raquel, de dejar patente tu respeto y tu amor por los alumnos y por los que fueron, durante casi cuatro décadas, tus compañeros de docencia y de viaje, o por esos equipos directivos, verdaderas joyas, de los que te supiste rodear.

Algún día tendrás que explicar cómo, de qué manera, se puede gobernar con semejante juicio y sensibilidad. Cómo has sabido sacar lecciones prácticas de todos los reveses. Cómo se consigue actuar siempre en consecuencia, enfrentándote a la intransigencia, a inspectores insensatos o a cualquier agresión contra la dignidad de la enseñanza pública.

También has de contarme cómo se trasforma un instituto en un centro modélico, innovador, de una asombrosa precocidad en reformas educativas. ¿Cómo se «crea» un coro, por ejemplo, que se convierte en toda una ventana al mundo, que trasciende a Alemania, Italia, Inglaterra, Francia, Bélgica?? ¿Cómo se generan tantas ilusiones? ¿Cuáles son tus habilidades para nunca decir «no» a un profesor inquieto, para obtener lo mejor de cada uno, para aplaudir a tiempo sus iniciativas? Sin la menor imposición, cómo fabricas la elegancia, la cordialidad, la frase precisa en el momento justo: «¿Te parece bien esto?; ¿crees que podríamos hacerlo de este modo?». ¿De dónde sacas, infatigablemente, el entusiasmo que te asiste cuando hablas de nosotros, de los miles de alumnos que aprendimos de ti, cuando presumes de tantas generaciones de estudiantes que salimos del Figueras?

No paras de asombrarme. Ayer leí en la prensa que dentro de nada inauguran una glorieta con tu nombre: «Raquel Royo García, referente de la educación pública en Alicante»; «Raquel Royo, Medalla de Oro al mérito docente». Me encanta que piensen en ti, pero todo será poco para devolverte la generosidad, el talento, la inteligencia y el amor que has puesto en la aventura de esos 38 años. Porque además, casi todos ignoran el esfuerzo que supuso contemporizar tu labor docente, directiva y diaria con tu familia, tus padres, el bueno de Emiliano y esos hijos (Jaime, Carlos y Raquel) que ya andan sueltos por la vida, enrolados en oficios no muy distantes del tuyo. Todo eso, mi querida directora.

Y ya me despido, Raquel. Y lo hago antes de que la melancolía se ponga impertinente, sabiendo que con tu jubilación se marchan un poco, como duendes viejos, los recuerdos de aquellas clases de COU, los poemas de Machado resonando entre aquellas paredes, los frisos del Partenón en las filminas de la clase de Arte o entre aquel rosa rosae que declinábamos a coro a la sombra de Cicerón o de Virgilio. Bien mirado, fue en el Figueras Pacheco, contigo al lado, donde hallé el método y la mirada que me ayudaron a descubrir el mundo de otro modo y, por supuesto, fue allí, en buena medida, donde se me infundió ese amor a los libros, a la literatura y a la generosidad que ha encauzado mi vida y que ha dado sentido a lo que hago.

Me pido ya una tarde contigo, una de tus jubilosas tardes de ahora, para que me cuentes, delante de un café, lo bien que te sienta el otoño y lo bien que has librado la apuesta de enseñar, de vivir, de adecentar la vida con tu ejemplo. Me pido ya un abrazo contigo que me infunda ternura, alegría, honestidad, confianza y voluntad de ser mejor cada día.

Nos vemos pronto, Raquel.

Tuyo siempre.