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Javier Llopis

Con el agua al cuello

Javier Llopis

Esto no puede ser bueno

La política española va tan rápida que resulta inevitable que un amplio sector de la ciudadanía empiece a presentar preocupantes síntomas de vértigo y de desorientación. Aunque ahora nos parezca una eternidad, hace poco más de un año celebramos unas elecciones europeas. Después, vinieron los comicios andaluces, las municipales, las autonómicas y las catalanas. Antes de que acabe este agotador 2015, en pleno periodo navideño, los españoles tendremos que enfrentarnos de nuevo con las urnas para elegir al nuevo Gobierno de la nación. Pocos países del mundo resistirían un calendario político tan intenso, pocas democracias occidentales son capaces de ofrecerle a su parroquia tantas emociones en tan poco tiempo.

A lo largo de los últimos doce meses hemos visto de todo. Hemos contemplado varios hundimientos y varias resurrecciones del bipartidismo. Hemos visto desaparecer del mapa a prometedores partidos de centro derecha como la UPyD. Hemos comprobado cómo Podemos ascendía a los cielos y después bajaba hasta los terrenos de la puñetera realidad. Hemos asistido al inexplicable milagro de Ciudadanos; una formación surgida de la nada, que de repente se ha convertido en el árbitro de todas las jugadas. Nos hemos sorprendido al ver que el PSOE resistía en Andalucía y que el PP perdía inmensas cuotas de poder en unas elecciones (las autonómicas y las municipales) de las que salía como el partido más votado. Hemos escuchado con atención miles de reflexiones estériles sobre al papel de la izquierda y sobre la política de alianzas de las fuerzas progresistas y hemos sido testigos de la victoria electoral de un grupo de partidos que proponían la independencia de Cataluña como punto único de su programa.

El último año se nos ha ido entre encuestas, noches electorales de infarto, valoraciones de resultados y complicadísimas negociaciones para tejer pactos de gobierno. Sobre nuestros maltrechos cerebros ha fluido un caudal inmenso de información política que resulta muy difícil de asimilar. Los cambios se han hecho a un ritmo endiablado y en muy pocos meses se han producido toda clase de milagros: personajes totalmente desconocidos se han transformado en estrellas mediáticas, partidos especializados en el «mando y ordeno» se han convertido en paladines de la transparencia y de la participación, formaciones de la izquierda radical se han pasado a la socialdemocracia y políticos que no se podían ver ni en pintura han llenado las primeras páginas de los periódicos con las fotos de sus efusivos abrazos.

Puede que este espectáculo resulte distraído y en algunos momentos apasionante. Lo que ya no está tan claro son las repercusiones que este movimiento continuo puede tener sobre las vidas cotidianas de los ciudadanos de a pie. Vivimos en un país que lleva un año metido en una permanente campaña electoral; en uno de esos extraños periodos de tiempo llenos de promesas y de gestos de cara a la galería en los que los gobiernos eluden cualquier medida traumática o impopular que pueda suponer un riesgo para sus expectativas electorales. En medio de una fortísima crisis económica y moral, la sociedad reclama seguridad y acciones políticas claras y efectivas y en vez de eso, recibe toneladas de confusión y una peligrosa sobredosis de decisiones tomadas en clave de pura estrategia política.

Aunque los principios básicos se la democracia señalan que todos los conflictos de este mundo se pueden resolver votando, en el caso concreto de España empezamos a situarnos al borde del empacho. Hasta los manjares más exquisitos pueden provocar problemas digestivos si se toman en grandes cantidades. La anárquica superposición de citas electorales, favorecida por el modelo político que nos dimos durante la Transición se ha convertido en un grave problema que reduce a mínimos los periodos de normalidad en la Administración Pública española. Alguien debería hacer algo para que este país abandone su perpetuo estado de shock político y para que regrese a la plácida realidad del día a día.

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