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José María Asencio

La levedad de las ideas

Derecha e izquierda son hoy conceptos tan relativos, como mudables o, mejor dicho, instrumentales de objetivos que se anteponen a esta división clásica, cierta, pero manipulada por quienes se ubican en una de estas posiciones sin tener claro qué significan o, incluso, sin importarles demasiado las diferencias seculares entre ambas. Existen o deben existir, pero se manosean tanto y se relativizan de tal modo, que su significado cambia a la velocidad que le imprimen los que alardean de profesar una u otra alternativa. El riesgo de confusión es tan cierto, como inciertos son los conceptos tradicionales cuando se manejan por sujetos poco dados a la creencia sincera.

Las ideas, que son las que establecen las líneas divisorias entre proyectos y visiones de la sociedad, en las bases y en los objetivos finales, se desvanecen en estos tiempos con tanta frecuencia y displicencia, que es posible afirmar que todo se reconduce a las siglas portadoras, en sus programas inaplicados y en sus soflamas incendiarias. La ideología se equipara a la sigla, se atribuye a la marca, de modo que se limita a la escasa trascendencia de captar entre sus filas o simpatías a quienes se inclinan por seguirlos.

La ideología es la sigla porque sí, de modo que, automáticamente, se considera y califica de progresista lo que proclama un partido que se confiesa de izquierdas y de conservador lo que anuncia uno que se identifica con la derecha. Puro páramo intelectual que permite que los líderes, electoreros, manejen a su antojo la realidad y sometan a sus votantes a vaivenes que la racionalidad rechaza. Nadie sabe hoy si bajar impuestos, por ejemplo, es de izquierdas o de derechas. Algo tan claro como el agua que nos enseñaron en la Facultad es hoy un misterio. Depende de quien gobierne sería la respuesta.

Todo es un gran dislate, si bien perfectamente dirigido sobre la base de las encuestas de opinión que son las que, en realidad, conforman las decisiones de los partidos. Mala cosa ésta, pues en ciertos ámbitos, como es el derecho y el proceso penal, la sociedad, tradicionalmente, se ha mostrado siempre partidaria de la represión pura y dura. Plegarse a estas peticiones de vindicación es tanto como abrir la puerta y hacer florecer las más rancias costumbres hispanas.

La izquierda, en este mundo complejo, intenta hacer aparecer el nacionalismo como fruto de una inquietud progresista. Un absurdo que conduce a la negación del internacionalismo que siempre la identificó. Pero, ahí está. Y el nacionalismo, hoy para la sociedad es de izquierdas. De la misma forma, los avances hacia un proceso penal garantista, que siempre fueron una expresión progresista y que tanto costaron frente a procesos inquisitivos propios del anterior régimen, son hoy rechazados por esta izquierda que gusta de la represión, que no hay día que no se dirija a la fiscalía, pues todo le parece delito y que, con la excusa de la corrupción ajena, que no la propia para la que demandan todas esas garantías de las que reniegan, quiere regresar a tiempos que las leyes represivas franquistas contemplaban con agrado. La oposición a la nueva Ley de Enjuiciamiento Criminal, que no es de izquierdas, sino simple cumplimiento de exigencias impuestas por una Europa meramente liberal, solo puede entenderse desde la perspectiva de un progresismo que ha encontrado en la represión su fuente de inspiración. Con su postura parece dar la razón a los regímenes totalitarios que siempre entendieron que un proceso respetuoso con los derechos humanos era ineficaz. Los derechos humanos son un obstáculo para la investigación y eso parece ser hoy una máxima progresista.

Al provenir esta reforma de la Ley de Enjuiciamiento Criminal del PP, se califica inmediatamente de conservadora en esa identificación casi enfermiza entre ideología y sigla, entrando todos en una espiral de locura que al final solo satisface a quienes, con cortas miras, aspiran al voto en las siguientes elecciones. No hay ideas, ni discursos, ni proyectos, solo objetivos de corta trayectoria. De ahí que, una vez conseguido el poder, las reformas sean solo decorativas, de cuestiones de escasa incidencia en el cambio social, de escenarios que muchas veces confrontan al utilizarse aspectos éticos complejos que dotan de superioridad moral a unos y pretenden rebajar la de los contrarios. Nadie, fuera de esos espacios tan reducidos y peligrosos para la convivencia sabe qué hacer y mucho menos, cómo, en el marco de su aparente e inexistente ideología. Y de ahí que la ciudadanía se sienta cada vez más frustrada, cambiando su voto como quien cambia de zapatos y buscando con ansia nuevas formaciones, si bien, dada la confusión reinante, solo quieren «otra cosa», tampoco nada concreto.

Y de ahí que los acuerdos entre formaciones aparentemente incompatibles sean tan sencillos. No hay obstáculos, pues no existen idearios que preservar. Solo el poder por el poder. Sin escrúpulos, ni reparos.

Bueno sería volver a las fuentes, pero sobre todo, mantener las convicciones al precio que sea, aunque ello se traduzca en ir contra los tiempos y lo políticamente correcto. Las ideologías son necesarias y existen. Negarlo es abrir la puerta a la manipulación de las conciencias.

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