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Isabel Vicente

¿Y mis principios?

¿Qué me pasa?¿ Además de parte de mis neuronas, estoy perdiendo mis principios? ¿Tan barato me vendo? Vale, no es tan grave, dirán algunos; pero para otros y, sobre todo, para otras entre las que me incluyo, esto es imperdonable. Como cualquier mujer que no sea boba del todo, siempre he defendido la igualdad entre hombres y mujeres, abomino del machismo y no soporto a los gallitos. ¿Entonces? Igual que ayer me descubrí guardando el champú en el frigorífico, puede que sea cosa de la edad. Acabo de cumplir años y, reconozcámoslo, ir avanzando por la cincuentena resulta perturbador. Les cuento: Voy el otro día por la calle y me cruzo con tres hombres de mediana edad con pinta de acabar de salir del trabajo cuando uno de ellos me suelta un «ole la gracia» con acento andaluz mientras hace un ademán de lance taurino a mi paso. Primero me sentí sorprendida y algo incómoda por el gesto, pero, y ahí es donde me duele, de inmediato me reí y seguí caminando más contenta que unas pascuas y metiéndole más caña a los tacones que Naomi Campbell en la pasarela.

Dado que alguna vez he lanzado rayos asesinos con la mirada a algún graciosete por menos, debe ser efectivamente la edad. Eso y la falta de costumbre, porque, entre la crisis de la construcción que ha reducido notablemente la presencia de albañiles en los andamios, y la caída de las carnes por la ley de la gravedad, ya no me acordaba de la última vez que alguien me echó un piropo por la calle.

La cuestión es que, tanto darle la brasa a mi hija con que el físico no es importante, tanto abominar de los comentarios machistas, de la cosificación de las mujeres, tanto autoconvencerme de que me importa un pito lo que los demás piensen de mi trasero... y me subo arriba porque un tipo me haga una verónica al pasar a su lado. Es cierto que si en vez del «ole» hubiera oído una burrada de esas que las mujeres hemos tenido que aguantar mil veces, en vez de reírme le hubiera cantado las cuarenta, pero siempre he creído que nadie tenía derecho a incordiar a otra persona ni siquiera para mentarle la negrura de sus ojos y las perlas de su boca. ¿Entonces? Ni idea. Pero voy a dejar de darle vueltas a esto. Si un piropo me alegra la tarde, por muy superficial que sea, habrá que aceptarlo y aguantar las críticas de otras mujeres menos frívolas que yo. Aunque hay algo que me preocupa aún más. Y es que, si ahora me lo tomo así, si alguien me hace un quiebro por la calle dentro de unos años soy capaz de empezar a dar saltos de júbilo, y eso ya sería demasiado patético.

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