Con toda seguridad existen más definiciones de «ser humano» que de ningún otro animal. Tiene sentido al ser el mismo ser humano el que elabora la definición; es por eso que cada sociólogo, cada filósofo, biólogo o antropólogo indague con especial atención quién puede ser él mismo. Las definiciones son muy numerosas, pero hay una que tiene mayor acogida, la más difundida es la que concibe al ser humano como un animal dotado de razón y lenguaje o más bien, en multitud de casos, dotado de un lenguaje razonable y poco más. El ser humano es un animal englobado en el orden de los primates, orden compartido con chimpancés y gorilas. Bautizado por Linneo como Homo sapiens (el hombre sabio) desde que tuvo conciencia de sí mismo ha intentado por todos los medios separarse de sus raíces animales. Desde las primeras teorías sobre el origen del ser humano como el creacionismo hasta las últimas teorías evolutivas que nos emparentan directamente con los simios, nos hemos apresurado en buscar adjetivos, en buscar definiciones, que nos humanizaran. Así aunque achacamos nuestros peores sentimientos y bajas pasiones, como son el miedo, la angustia, la ira o la envidia, a nuestro origen animal, rápidamente corremos a clarificar que aun así, el ser humano es el único animal capaz de desarrollar sentimientos conscientes y manejables como lo son la generosidad, el altruismo, la empatía o el amor.

A título personal creo que son muy pocos años, apenas 10.000, los que hemos estado viviendo y organizándonos económica y socialmente en grandes ciudades y donde logramos alcanzar la máxima diferencia con el resto de seres pertenecientes al mundo animal o así debería haber sido. Pero no debemos pasar por alto que son más de siete millones de años de evolución los que nos han traído hasta aquí. Y que han sido muchos los miles de años que aprendimos a sobrevivir como un ser salvaje más. Ese comportamiento, esa conducta animaloide con la que hemos vivido durante tantísimo tiempo nos ha marcado. Y esas marcas pesan, pesan sobre nuestra carga genética, pesan sobre nuestros hombros humanos como una piedra de proporciones inmensas la cual, muchas veces, nos anula aplastando nuestros rasgos humanos, haciéndonos actuar como seres crueles y embrutecidos, llevándonos a realizar actos que avergonzarían a cualquier ser del reino animal.

Cómo entender si no que el pueblo sirio, huyendo de la muerte, dejando atrás todo su mundo y un rastro de ahogados indecente, sea tratado como «basura humana» por Janusz Korwin-Mikke, todo un eurodiputado de Polonia, que escandalizó a los allí presentes para que luego, una semana después, los países, aún ruborizados por las palabras del polaco, levantaran barreras humanas y muros de contención para detener el éxodo humano que les acechaba. Cómo podemos explicar las imágenes de seres humanos sangrando encaramados en las vallas de Ceuta y Melilla viendo cómo eran obligados a bajar a base de golpes y cuando agotados se desmoronaban eran arrastrados sobre suelo español, como despojos humanos, y devueltos a Marruecos. Cómo argumentar la muerte de 15 inmigrantes ahogados en la playa de El Tarajal bajo una lluvia de pelotas de goma y gases. De qué manera podemos justificar el sufrimiento, el dolor y la agonía de una niña, Andrea, durante más de cuatro meses en la cama de un hospital gallego para que unos pocos duerman con la conciencia tranquila. Y cómo si no podemos explicar que el hotel Cullera Holiday apartara del comedor a 12 adolescentes con parálisis cerebral porque para otro cliente no era de su agrado verlos comer.

Cada vez me cuesta más creer en el ser humano, me cuesta creer en los adjetivos humanizantes que nos concedemos, cuando verdaderamente nos comportamos como un gran rebaño. Movidos por puro egoísmo, buscamos siempre nuestro propio bienestar y avanzamos sin mirar atrás ya que resulta incomodísimo para nuestra conciencia humana, generándonos incluso malestar y desasosiego, ver cómo nos dejamos atrás a los diferentes, a los distintos, a los raros de nuestra sociedad. No podemos negar un cierto parecido con las manadas de animales en la sabana africana que cuando se desplazan dejan atrás a los tullidos, los viejos y los enfermos a sabiendas de que con la muerte de los anormales del grupo les proporciona una mayor oportunidad de seguir con vida. Sin ser una necesidad básica el ser humano, apartando a sus conciudadanos «anormales» de su espacio vital, consigue tranquilidad, un bienestar emocional y espiritual y a la vez aleja, sin enfrentarse a él, ese sentimiento irracional que es el miedo al diferente.

Por suerte en los países libres y democráticos los seres humanos contamos con ese cuarto poder que son los medios de comunicación: prensa, radio, televisión y ahora también internet, que bajo el manto de la libertad de expresión se dedican, la mayoría de ellos, a remover conciencias. Y lo hacen a través de la foto de un niño sirio ahogado en una playa turca, o con la imagen de un padre huyendo de la muerte que cae al suelo con su hijo en brazos tras ser zancadilleado, o con las declaraciones de una madre que ahogando lágrimas pide la muerte de su hija como un acto de amor o simplemente mostrando imágenes del inicio del curso académico en un colegio de primaria, donde niños y niñas con alguna discapacidad comparten espacios, inquietudes, juegos y risas con otros chiquillos emigrantes y locales, todos ellos ajenos a los prejuicios raciales o xenófobos de muchos adultos. Son esas imágenes, esos sonidos, los que usan los medios de comunicación para recordarnos que somos únicos en el planeta Tierra; somos seres humanos. Nos vienen a decir que somos los únicos seres vivos capaces de sentir como propias las necesidades y angustias de nuestros semejantes y que tenemos capacidad de amar a nuestros congéneres, venga de donde venga y sean como sean y que precisamente es esa conciencia de nuestros actos y ese raciocinio que nos ha humanizado lo que nos aleja, cada vez más, de nuestros compañeros de viaje evolutivo como son los animales de distintas especies que nos rodean.

Pero todavía tenemos por delante un largo camino que recorrer y mucho que aprender. Todavía nos molesta que nos asalten nuestra conciencia, nos incomoda que nos recuerden nuestras obligaciones como seres racionales. Todavía somos incapaces de controlar nuestros instintos animales. Debemos desarrollar y creer más en nuestras cualidades humanas si deseamos de verdad alejar de nuestros actos el espíritu irracional que todos llevamos dentro. Por eso, por ahora, me quedo con la reflexión de Santiago Ramón y Cajal, premio Nobel de Fisiología y Medicina en 1906, que al ser preguntado por el papel del ser humano en la evolución de la vida en la Tierra, concluyó diciendo: «A título provisional, considero que el ser humano tiene más de mono que de ángel y que carece de títulos para envanecerse y engreírse».