Mi corazón, que ese nunca engaña, hubiera deseado para el PSOE un Jeremy Corbyn para liderar la esperanza de millones de españoles. Son muchos los que ya no creemos en el «postureo» de Pedro Sánchez, en su conformismo reprimido y en su fingida valentía. Ahí están Tomás González y Carmona para confirmarlo.

Ahora, en el Reino Unido, un viejo y rebelde socialista, Jeremy Corbyn, ha triunfado sorpresivamente en las elecciones para liderar al Partido Laborista. Allí, feudo del conservadurismo europeo, se ha admitido con reservas este triunfo y no se recibe con la misma normalidad como se recibió, en el mismo partido pero con signo opuesto, a Tony Blair, impulsor de lo que llamaron tercera vía, que no fue más que la derechización del partido al servicio del pensamiento único.

El triunfo de Corbyn, por el que nadie hubiese apostado un penique hace apenas cuatro meses, ha sido el resultado del hartazgo en amplias capas de la sociedad británica por la aplicación de unas políticas, compartidas en lo esencial por las cúpulas de los dos grandes partidos que, durante la crisis, han ampliado hasta lo insoportable la brecha entre los de arriba y los de abajo y han borrado el papel que debería ejercer el Estado para combatir la desigualdad. Ha sido la respuesta airada y pese a ello sorprendente al grito de ¡basta! de los indignados, en la misma línea que la que ha propiciado la llegada al Gobierno de Syriza en Grecia o la emergencia, cada vez más moderada, de Podemos en España.

Pero este -ni mucho menos- es un mundo ideal, así que antes de aplaudir con un amén, a Corbyn ya le llueven palos desde la rancia derecha británica, que para ser rancios y de derechas, no hace falta quedarnos en Madrid. Desde los grandes poderes económicos se sienten amenazados. Desde los conservadores en el Gobierno que por boca tuitera del mismísimo primer ministro se ha apresurado a afirmar que el Partido Laborista se ha convertido en «una amenaza a la seguridad nacional, económica y familiar». Desde la práctica totalidad de los medios de comunicación, que se hartaron de advertir antes de la votación del riesgo que supondría la victoria de Corbyn.

Desde el establishment laborista, ya sean los santones que ahora dirigen el partido o la mayoría de los diputados, los unos porque temen no poder controlar a su nuevo líder y los otros porque ven peligrar sus escaños en los próximos comicios. Desde quienes temen que detrás de Corbyn haya tan solo una plataforma de protesta y no la eficaz máquina de conseguir votos necesarios para batir a los conservadores. Incluso desde el pujante sector de la militancia que le ha aupado al liderazgo y que se verá defraudada si, en aras del pragmatismo y de preservar la unidad, modera su discurso o -como Tsipras- renuncia a algunos de sus principios.

Yo sé que son difícilmente comparables, pero me recuerda ¿alarmantemente? a los inicios de Pablo Iglesias y su Podemos. Todas las cañas se tornaron lanzas y, de esperanza de la izquierda en España, se convirtió en un amenazante dragón vomitador de fuego, aliado con lo más pérfido del chavismo y castrismo, pero llegó a ser un soplo de esperanza en una España viciada de conservadurismo.

Aún dura la euforia de quienes ven en el ascenso de Corbyn una esperanza de regeneración, un insólito e inesperado soplo de aire fresco cuya composición química tiene como elemento esencial el izquierdismo al que ha renunciado la mayoría de los partidos que se definen como socialistas o socialdemócratas, ya sea el laborista británico, el PS francés, el PD italiano o el PSOE

Pedro Sánchez celebra también el resultado, pero con la boca pequeña. Su proyecto está en las antípodas y él lo sabe. Nunca será un Jeremy Corbyn.

Si el fenómeno Corbyn se desinfla y es flor de un día, dejaría tras de sí el desaliento por el fracaso del único intento de renovación de la izquierda por la vía de recuperar sus más genuinas señas de identidad. El laborismo recuperaría su alma centrista llevada al extremo por Blair y que le permite disputar a los tories ese espacio intermedio vital para inclinar la balanza en las urnas en uno u otro sentido. Un bipartidismo a la americana, con diferencias que suelen ser más de matiz que esenciales, seguiría siendo la columna vertebral del sistema. Y la esperanza en un proyecto ilusionante, que dé respuesta a las exigencias de justicia de los damnificados por la crisis, a las víctimas de la desigualdad, se quedaría en eso. En un espejismo, en otra expectativa defraudada, en el cambio que no pudo ser. En la consolidación del pensamiento único. En la lapidación total de la utopía socialista. En el mantenimiento de esta casposa Europa que ha contagiado a nuestra España.

Suerte, míster Corbyn. Le hará falta.