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Isabel Vicente

Con otra cara

Isabel Vicente

Diez días en el hospital

¿Han pasado varios días en un hospital público acompañando a un familiar enfermo? Inenarrable. Se cae tu madre de 86 años en casa y se rompe la cadera. Es viernes, y en Urgencias una doctora todo sonrisas te dice que el fin de semana no la pueden operar; el lunes tampoco porque no hay hueco, pero que el martes... Hasta entonces, se queda ingresada. Mentalizada de que el hospital se va a convertir en tu segunda casa, vas siguiendo al celador que lleva a tu madre a planta en una... ¿cama? Supongo que se le puede llamar así porque es horizontal y hay un colchón, pero temes que en un pasillo entre radiología y obstetricia ese trasto con el armazón unido en varios tramos con esparadrapo se descoyunte. Milagrosamente, la mujer llega intacta a su hueco en la habitación en la que ya hay otra señora ingresada que en ese momento conversa con dos hijas, un yerno y el nieto que se tienen que juntar para dejar paso a tu madre, a ti, a tu marido, a tu hermana y a tu cuñado. Sólo falta Groucho Marx. Mientras la cama de tu madre parece un potro de tortura que hay que elevar con una vieja manivela, la de la vecina se levanta con un mando a distancia, pero el resentimiento por semejante injusticia se te pasa por la noche cuando compruebas que la hija de la mujer de al lado está tan incómoda como tú en el sillón en el que se supone que debes dormir. Ya. Te dan las doce y la una, las dos y las tres... y te acuerdas de Joaquín Sabina mientras te apuras porque en cuanto te mueves un poco, aquello suena como el portón de un castillo. Por fin antes del amanecer te duermes... Sólo para despertar sobresaltada a las siete de la mañana con los ruidos de las auxiliares que entran, todas energía, a cambiar goteros, seguidas por las limpiadoras, los enfermeros, las del desayuno, los de la limpieza, el traumatólogo con un par de estudiantes, y otra vez los auxiliares en una inagotable rutina que sólo se rompe cuando dan de alta a la señora de al lado y te las prometes muy felices con el cuarto y la tele para vosotras solas. Pero no. A las tres horas a quien cambian de habitación es a tu madre -para agrupar, dicen- con lo que, no solo sigues compartiendo camarote sino que pierdes los cinco euros de la tele. De la comida mejor no hablar porque faltaría espacio. Sólo una cosa. ¿Cómo es posible que una simple tortilla a la francesa no sepa a tortilla? Un misterio similar a la desaparición de las manivelas de las camas, a que pese a que las ventanas están cerradas te hayan asaeteado las piernas los mosquitos o al uso constante de la palabra «cariño» por parte del personal. Eso sí, lo del cariño, tras diez días allí, malcomiendo y maldurmiendo, se agradece, aunque no tanto como que tu madre -a la que al final operaron el miércoles- una semana después ya camine.

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