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Juan R. Gil

Desescombrar puede nublar la vista

onvencido mucho antes de que empezara la campaña electoral de que esta vez sí era posible desalojar al PP del Consell, el profesor Joan Romero, el hombre que le entregó literalmente las llaves del Palau a Eduardo Zaplana en 1995 tras negarse a hacerlo Joan Lerma, el dirigente que en hora tan temprana como 1999 quiso acabar con la vieja guardia que tanto ha lastrado al PSPV pero acabó devorado por ella, avisó a algunos de sus amigos del principal riesgo al que se enfrentaría el nuevo Ejecutivo de izquierdas salido de las urnas y los pactos: el de dedicarse a desescombrar y olvidarse de construir. Tenía razón Joan Romero. Eso es lo que ha habido en estos primeros cien días de gestión de la Generalitat: mucho desescombro y poca obra.

Es normal. El PP llevaba veinte años, una generación, disfrutando de un poder absoluto: Generalitat, diputaciones, los ayuntamientos más grandes y los más pequeños... todo. Pero por encima incluso del tiempo y la hegemonía (principales aliados del clientelismo y la corrupción) estuvo un mandato: el de Camps. Ocho años imposibles de analizar ni por los politólogos ni por los historiadores; dos legislaturas que quizá sólo una disciplina que esté a caballo entre la psiquiatría y la sociología pueda hacer comprensibles, pero que en todo caso arrasó las estructuras políticas, sociales y económicas de la Comunidad.

Así que claro que había mucho escombro que sacar de los edificios públicos; y de las instituciones y entidades en general, desde los empresarios hasta los sindicatos, contaminadas todas y que aún están pagando las facturas de aquella época de locura. Pero la advertencia de Romero era certera, porque cuando los ciudadanos quitan a un gobierno y ponen a otro, del segundo lo que quieren es que gobierne: las cuentas con el anterior se saldaron, y seguramente se seguirán ajustando, en las urnas, y por supuesto también se liquidarán en los tribunales y en términos de descrédito público. Pero al que está ahora lo que se le pide no es que se pase el día diagnosticando la enfermedad, sino que se ponga a trabajar en el remedio.

El primer trimestre de gestión del bipartito ha demostrado que el agit prop del PP se basaba en una falacia: el Palau y la Administración no han sido tomados por unos locos, sino por gente que quiere cambiar las cosas. Pero ha dejado también la duda de si sabrán hacerlo. La relación entre las cabezas visibles de ese gobierno, Ximo Puig y Mónica Oltra, se ha mantenido en mejores términos de los que muchos pronosticaban. Ni siquiera ha habido confusión: cien días después de echar a andar, nadie duda de que el Consell lo preside Puig sin que por ello el peso y la visibilidad de la vicepresidenta hayan disminuido, al contrario. Pero es verdad que hay problemas de fondo que, de no resolverse, pueden comprometer la legislatura.

El mestizaje, por ejemplo. La obligación de que los altos cargos de las consellerias tengan que ser de ambos partidos -este lo pongo yo, este lo pones tú- se antojaba ya desde el inicio un planteamiento infantil, por ser suave; pero en la mayoría de los casos ha acabado demostrándose que es inoperativo. Y luego hay otras guerras internas que lastran la acción de gobierno. El aparato del PSPV, la vieja guardia, dedica de momento más tiempo a poner obstáculos a los departamentos dirigidos por Compromís que a facilitar que el Gobierno funcione. Por su parte, el lío interno que Compromís vive desde el mismo momento en que se hizo el recuento de votos es, a su vez, otra losa para el Consell.

Y hay consellers que, en el poco tiempo que llevan ya han dado muestras suficientes de que el cargo no es para ellos. Pasa con el titular de Economía, Rafael Climent, un hombre que hizo una magnífica labor como alcalde de Muro, pero que está literalmente desaparecido como responsable de Economía. Dado que el de Hacienda, Vicent Soler, a pesar de los avales con los que llegaba, tampoco es que haya mostrado madera de líder político, Puig se enfrenta al problema de que una de las patas sobre las que asienta su gobierno, la del déficit, la infrafinanciación y la regeneración del modelo productivo, carece de todo impulso que no sea el que él mismo o Mónica Oltra le den. La consellera de Justicia, Gabriela Bravo, vive en Valencia pero tiene la cabeza en Madrid y la de Sanidad, Carmen Montón, está causando más problemas de los que resuelve y, además, se ha dejado secuestrar por lo más rancio del PSOE, al menos en la provincia de Alicante. O sea, que otra de las patas fundamentales de un gobierno de izquierdas, la de la asistencia sanitaria, tampoco funciona. Podría seguir haciendo el repaso, pero bastará con un ejemplo para que se entienda el problema: el conseller más conocido, el que más titulares ofrece, al que más entrevistas le piden, el que más presencia pública tiene al margen de -o junto a- el president y la vicepresidenta, es Manuel Alcaraz. Y eso es una anomalía. La lucha contra la corrupción y el fraude es un imperativo moral y la adopción de mecanismos de vigilancia y control, una obligación democrática. Pero no forma parte del núcleo duro de gestión de un gobierno. Que en una comunidad como ésta, los asuntos de los que se ocupa Alcaraz llamen la atención es normal. Y que su capacidad política le sitúen por encima del resto de sus compañeros del Consell era algo que podía preverse. Pero si el conseller estrella de este gobierno es el de Anticorrupción, y no los que tienen que ver con la economía, el empleo, los derechos básicos... es que el Gobierno no está funcionando como debería. Es, por volver al principio, la mejor prueba de que, cien días después, el bipartito sigue ocupado en desescombrar.

Es pronto todavía, es verdad. En realidad, queda toda una legislatura por delante. Y si Compromís consigue no reventar e inventa otra forma de convivencia que no consista en un pulso diario entre los nacionalistas del Bloc y la vicepresidenta Oltra -que debería empezar a reflexionar sobre cómo la está cambiando el poder, ella a la que tanto le gusta la psicología-, y Ximo Puig es capaz de combinar su proverbial paciencia con dar de vez en cuando algún puñetazo encima de la mesa -de la mesa del PSPV, que es el que de verdad le da quebraderos-; si ambas fuerzas consiguen eso, las próximas elecciones generales probablemente constatarán que la izquierda no ha llegado al Consell para irse en cuatro años, sino que su mandato -con Podemos o sin Podemos- será más largo. Que además de largo sea provechoso depende, en buena medida, de que los errores se vayan corrigiendo en cuanto se detecten, no vaya a ser que cuando vengan otros el edificio esté limpio de escombros, pero vacío.

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