Explicaba Jean Buadrillard en su magistral libro America que, cuando se visita un museo holandés o italiano y se sale a la calle, uno tiene la impresión de que la ciudad que se pisa es un reflejo de los cuadros que se han visto. Lo normal sería lo contrario. Que los cuadros representaran la ciudad. Pero no es así, es la ciudad la que respira óleo y trementina. En el caso de las ciudades americanas, estas «parecen haber salido de las películas», explica Baudrillard. Bajo este prisma, Benidorm es una ciudad americana. Mejor dicho, es una ciudad cinemática.

La lista de películas y series que han utilizado Benidorm como fuente de imágenes y materia prima del relato cinematográfico es ingente. Desde La última falla (1940) de Benito Perojo hasta el Benidorm de Darren Litten, habitual desde hace casi una década del prime time británico, las producciones audiovisuales se han apropiado de la luz, el urbanismo y el simbolismo de la ciudad para proyectar historias y conectar con los sueños y aspiraciones de un público. Pero al mismo tiempo, esas imágenes e historias han ido, subrepticiamente y por diferentes vías, colonizando el espacio urbano e impregnándolo con esencias de celuloide.

Mario Gaviria, referente ineludible de sociología turística escribió: «si el cine es una máquina de sueños; la ciudad una máquina de habitar; y las vacaciones el domingo de la vida; Benidorm es la materialización concreta del ocio en el espacio, la concreción racionalizada de la nostalgia del sol y el sur».

Cabría añadir, con permiso del maestro, que esa nostalgia del sol y el sur, la idealización, el sueño y, a veces, hasta el delirio, viajan en un doble sentido, de la ciudad al cine y del cine a la ciudad.

Una de estas travesías, la que lleva desde la modernidad arquitectónica y urbana salpicada de hitos visuales al deseo de libertad, resulta fácilmente rastreable. Se intuye en las peripecias de una Concha Velasco multiplicada por tres en Festival en Benidorm (Rafael J. Salvia, 1961), en el imposible atuendo playero de Juanjo Menéndez en Verano 70 (Pedro Lazaga, 1969), hasta en el flipe onírico-macarra de Javier Bardem en Huevos de Oro (Bigas Luna, 1993). Por no hablar del renacer vital de las hermanas que encarnan Verónica Forqué, Candela Peña y Adriana Ozores en ¿De qué se ríen las mujeres? (Joaquín Oristrell, 1996) o de la eclosión hormonal de Fin de Curso (Miguel Martí, 2005). Con variantes en el gusto, la intención crítica y el «dispositivo» de control ideológico desplegado (Foucault), todas las apropiaciones cinematográficas de la imagen y el sentido de Benidorm comparten una referencia libertaria.

Pero el trasvase de elementos significantes en dirección contraria, del cine a la ciudad, resulta menos evidente. A simple vista, cuesta rastrear la pista que lleva desde unos planos recurrentes del skyline, la playa y la isla hasta el concepto urbano y su flamante desarrollo, jalonado de brillantes formalizaciones firmadas por una auténtica constelación de arquitectos y urbanistas.

Pero existe. Comienza en las tertulias del Hotel Avenida, allá por 1956, cuando un Florián Rey desencantado de la vida y el cine de cartón piedra se reunía con Pedro Zaragoza para proyectar la ciudad cinemática y reinventarse como mesonero.

Por el Mesón de la Cala, que el autor de La aldea maldita o Nobleza baturra regentaría hasta su muerte en 1962 pasaron artistas como Concha Velasco y Fernando Fernán Gómez, entre otros muchos. Uno de aquellos comensales fue Benito Perojo, epígono de Charlot en los años del cine mudo, director español más internacional en tiempos de la república y de CIFESA y productor de los blockbusters del franquismo. En colaboración con el arquitecto Ortiz de la Torre, este patriarca del cine se convirtió en promotor de una ciudad cinematográfica para Benidorm, con un nivel de planificación asombroso, tal como atestiguan los planos que se conservan en el Fondo Documental Pedro Zaragoza Orts de la Universidad de Alicante.

Tras los pasos de Florián Rey y Benito Perojo y a medida que iban sucediéndose los rodajes, la gente del cine comenzó a desembarcar en Benidorm y adueñarse de sus terrazas, hoteles, apartamentos y salas de baile. Paradójicamente, muchas de aquellas cintas ofrecían ficciones de una felicidad impuesta al servicio de conductas socialmente dóciles, aunque poco a poco las pulsiones sexuales comenzaron a resquebrajar la costra de caspa y celuloide.

En cambio, a pie del paseo de Levante, compartían aperitivos y largas veladas productores como Pedro Masó, directores como Fernando Palacios, Pedro Lazaga o José María Forqué, técnicos, distribuidores y, sobre todo, artistas mesetarios. Manolo Gómez Bur, Rafael Somoza, José Luis López Vázquez, Tony Leblanc, Manolo Escobar y muchos más llegaron y hasta se establecieron atraídos por esa atmósfera desinhibida y con un toque cosmopolita. Un combinado que más tarde se decantaría hacia el kitsch, conforme se fue desgastando lo que Walter Benjamin llamaría «el aura». Pero esa es otra historia, de las muchas que han escrito juntos el cine y la ciudad de Benidorm.