Las recientes declaraciones del director de cine Peter Greenaway, afirmando que, tras habernos deshecho de Dios, de Satán y de Freud, «por fin estamos completamente solos en la historia de la Humanidad» me han hecho recordar a Nietzsche («Dios ha muerto»), pero también a Woody Allen, que, cien años después, prolongaba esa sentencia con las conclusiones extraídas del último siglo de historia europea: «Dios ha muerto, Marx ha muerto, y yo mismo no me encuentro demasiado bien».

El anuncio nietzscheano de la muerte de Dios dio lugar a una nueva visión del mundo que ha tenido enorme influencia en la historia del pensamiento del último siglo, y no sólo del pensamiento. Que puede resumirse así: la religión, a estas alturas de la Historia, es ya superflua, y hasta tóxica: el opio del pueblo. No la necesitamos ya: para explicar el mundo, tenemos la ciencia; para gobernarlo, la tecnología; para prosperar, la economía global; para controlar el poder, la democracia liberal.

Pero nosotros tenemos ventaja sobre Nietzsche: él tuvo que contentarse con imaginar una sociedad arreligiosa, nosotros hemos asistido a la erección y el derrumbe de Estados que hicieron del ateísmo su religión oficial, y hemos aprendido que la muerte de Dios trae consigo la abolición del hombre.

No, las cosas no son exactamente como las imaginó Nietzsche. Es verdad que la religión no es necesaria para la supervivencia del individuo, pero resulta vital para la conservación de las sociedades. De las cuatro preguntas que formulaba Kant sobre el hombre (¿qué puedo saber?, ¿qué debo hacer?, ¿qué puedo esperar?, ¿qué es el hombre?), tres se abren finalmente a la religión. Es cierto que existen otras fuentes para responder a ellas, pero la religión sigue siendo el repertorio principal de respuestas a las preguntas en busca del sentido. Y la que proporciona un fundamento más sólido. Por eso ahora, desde diversas posiciones, se levantan voces que reclaman una atenuación de los postulados laicistas.

Jonathan Sacks, Gran Rabino de las congregaciones judías de la Commonweatlh, explicaba hace unos años en Cuadernos de Pensamiento Político cómo la religión mantiene y regenera el entramado ético de las sociedades y fundamenta la visión compartida del bien común en la que se basa la convivencia social: la fe construye comunidades y aparta nuestra atención de nosotros mismos, lo que da resonancia emocional al altruismo.

Pero se me dirá que el rabino Sacks barre para casa. Vayamos al otro extremo. Jürgen Habermas -al que no podemos acusar de ser un devoto santurrón- ha pasado de considerar que la religión es una «realidad alienante», una «ilusión irracional» que una sociedad moderna no necesita para nada, a defenderla como el fundamento de la convivencia social.

Para Habermas el hombre ha perdido el horizonte del sentido: primero se ha desorientado ante los imperativos y las exigencias del utilitarismo, y luego ha sufrido la devastación del naturalismo. La sociedad necesita iniciar un nuevo proceso de regeneración moral, y para ello propone avivar las convicciones religiosas.

No, Nietzsche: la ética es autónoma, pero sale beneficiada cuando acepta el impulso que le ofrece la religión: «haz el bien, evita el mal». Si la religión es el opio del pueblo, sólo lo es en cuanto es capaz de calmar el dolor, mitigar el sufrimiento y levantar la esperanza para aspirar a un bien más alto.

Sin religión, las sociedades carecen de la visión compartida del bien común que sustenta la convivencia, los valores fundamentales se convierten en asunto de elección personal, la violencia del César sólo encuentra freno en una violencia equivalente opuesta a ella, la moralidad y la responsabilidad se difuminan, el individualismo se desata.

La soledad de la que nos habla ahora Greenaway es una vieja conocida nuestra, de la que ya nos hablaba el hagiógrafo: es una soledad poblada de aullidos.