Oigo por todas partes la palabra responsabilidad, sobre todo a los políticos que, según las encuestas, son los que peor valorados están. De madurar como personas se oye hablar menos, y es normal en una «sociedad líquida» (Z. Bauman) bajo el patrón de personas superficiales, consumistas y volátiles. Hablar de madurez ya solo se lleva cuando nos referimos a la fruta, a su momento óptimo para el consumo. Y es una pena, porque una buena parte del bienestar personal pasa por alcanzar una buena dosis de madurez que, como los vinos, solo se llega con los años. Aunque mejor sería decir con la experiencia que dan los años, pues el cumplir calendarios no es garantía de madurez.

Tantos desarrollos humanos, educación, ciencia, tecnología, derechos humanos, medicina universal, el desarrollo de las ciencias sociales y de la inteligencia emocional y espiritual, para encontrarnos en una sociedad a medio hacer porque sus miembros están lejos de la madurez. Diríase que los humanos controlamos una fabulosa cantidad de tecnología y medios de todo tipo, capaces de arreglar las desigualdades del mundo en un par de años y de destruirlo todo en quince minutos.

Acabo de terminar el ensayo Vida líquida, del sociólogo Zigmunt Bauman, en el que recuerda que nos manipulamos unos a otros desde la necesidad de sentirnos singulares: la lucha por la singularidad se ha convertido en el principal motor de la producción como del consumo en masa. Vaya paradoja tan materialista como absurda aceptada tan mansamente por la mayoría. Todos dicen ser exclusivos, únicos, utilizando las mismas marcas y aparatos, pero que su singularidad depende de la capacidad de compra, pero en forma de consumo irracional movido por esos estímulos de satisfacer deseos que nos vuelven personas profundamente insatisfechas. Bauman nos advierte que la sociedad de consumo justifica su existencia mediante la promesa de satisfacer los deseos materiales humanos (remarcando lo de materiales) como ninguna otra sociedad lo ha hecho, aunque esta promesa solo resulta atractiva siempre y cuando los deseos no sean del todo satisfechos.

La autenticidad se encuentra bebiendo una determinada ginebra, llevando una marca de ropa interior, hablando con un determinado móvil o queriendo ir de vacaciones a los sitios de moda? Vaya singularidad la de que todos queremos gastar en lo mismo para creernos singulares.

Y nada de buscar la satisfacción y la singularidad en nuestro interior: como si nuestra plenitud se limitara al consumismo. A este individuo consumista en el que nos hemos convertido, Bauman lo define como homo eligens, un ser que elige «completamente incompleto, definidamente indefinido, auténticamente inauténtico», seamos ingenieros, soldadores, abogados, interinas, científicos o amas de casa. El homo eligens y el consumismo conviven en perfecta simbiosis gracias a que aceptamos ser el objeto de este mercado por la inmadurez que nos toleramos permitiendo al consumismo que lo invada todo mediante una sencilla técnica: devaluar los productos cada poco tiempo de haber salido, sacando otros nuevos para generar nuevos impulsos consumistas. Y hacerlo de tal modo que cada necesidad o carencia dé pie a nuevas necesidades o carencias.

Lo más increíble es que todos somos más o menos conocedores de este juego insensato en el que el consumismo, además de sentirnos insatisfechos, saca el brillo al egoísmo y la peligrosa indiferencia, una vez desactivado lo esencial en el ser humano: ser libre, capaz de optar responsablemente por lo que es bueno y no solo por lo que resulta más apetecible, con capacidad para ser solidario y amar desinteresadamente. Un ser que se realiza en la solidaridad y en cuanto madura, se convierte en sabiduría para quienes le rodean. Y si quiere, no tiene precio. Muchos hombres y mujeres han dado buen testimonio de ello.