El debate sobre si existe un derecho a decidir sobre la vida no es nuevo y está lleno de componentes jurídicos, éticos, médicos y religiosos. Las vertientes y argumentos del tema son tan variadas que los que opinan a favor del sí o del no se llenan de argumentos personales que son igualmente buenos, aunque enfrentados y contradictorios con los que exponen quienes defienden lo contrario. Incluso hay personas que han cambiado de forma de pensar con el tiempo tras escuchar los argumentos que expone el contrario en su forma de pensar.

Pero el tema central que ocupa el debate sobre si las personas podemos decidir sobre nuestra vida parte de que en la práctica no podemos negar que cualquiera puede decidir qué hacer sobre su vida por mucho que se le diga que la vida no le pertenece, que es un regalo que se nos ha concedido y que no hay razón alguna para tomar una decisión de dejar de vivir, sea cualquiera que sea el drama personal que uno pueda vivir. Pero lo que no podemos, ni tenemos derecho a ello, es pedir a un tercero que ejecute ese «derecho» a decidir que algunas personas sostienen que les pertenece. Es decir, no podemos parar a nadie, salvo que podamos llegar a tiempo de evitarlo, si quiere tomar la decisión de disponer de su vida, pero lo que no es admitido es reclamar de otros que ejerzan esa función con el amparo de que la decisión sobre la vida es de cada uno de nosotros, e incluso, que disponemos de la decisión sobre la vida de nuestros familiares en los momentos en los que ellos no pueden tomar decisión alguna, por ejemplo cuando se encuentran en situaciones de coma. Somos conscientes de la situación que pueden estar viviendo unas personas cuando reclaman de los servicios médicos de un centro hospitalario que cierren los sistemas que mantienen vivo a un familiar, como puede ocurrir con su cónyuge, su pareja, hijos o padres. El drama personal que pueden vivir estas personas cuando adoptan esta decisión debe ser tan grande que prefieren perder a su ser querido antes de seguir viéndole en un estado que parece no encontrar solución, pero que los servicios médicos continúan con la atención sanitaria al seguir las constantes vitales y negarse a cerrar la puerta a una posible recuperación, que, por cierto, no sería la primera ante los avances de la medicina, sobre todo la nuestra, de una calidad extraordinaria, y de otras razones que desconocemos, y que pertenecen a las creencias religiosas de cada uno de nosotros.

En la actualidad no está permitida la ayuda a morir de tercero, como la eutanasia activa en la que un tercero es el que ejecuta el acto para terminar con la vida del paciente, o el suicidio asistido en el que el mismo enfermo es el que decide cuando terminar con su vida, pulsando un botón, desconectando un sistema, o inyectándose. Conocido fue el caso del doctor Jack Kevorkian, mediante la cual la persona sólo tenía que presionar un botón para que una emisión de monóxido de carbono acabara con su vida. Más de cien personas murieron asistidas por este médico entre 1990 y 1998, por lo que Kevorkian fue condenado a 25 años de cárcel por homicidio en segundo grado.

En cualquier caso este tema sobre el que hay un gran debate acaba de ser resuelto en una ley recientemente aprobada y que ha pasado desapercibida en este tema, como es la Ley de Protección a la Infancia y la Adolescencia, Ley 26/2015, de 28 de julio (BOE 29 Julio 2015) donde en su disposición final 2ª trata de este tema en razón a las situaciones en las que ante un paciente, en este caso menores, deban intervenir sus representantes legales (padres) para dar su consentimiento a una actuación médica sobre su cuerpo. Pues bien, la reforma en estos casos solo considera «válidas» las decisiones del representante que aseguren el «mayor beneficio para la vida o salud del paciente» y deja, además, en manos del médico la valoración de si la decisión del representante legal es contraria a tal interés. Por ello, el debate queda cerrado en estos casos y acaba de ser resuelto en esta ley. Y la respuesta es negativa, pues, a la opción de decidir sobre la vida. En tal caso, le impone al médico la obligación de ponerlo en conocimiento de la autoridad judicial, facultando al médico para adoptar «las medidas necesarias en salvaguarda de la vida o salud del paciente» si la decisión judicial se demora, esto es que el responsable médico debe seguir actuando con arreglo a parámetros de la ciencia médica y si actúa debe hacerlo en interés de la vida y la salud del paciente. Con ello, si había dudas sobre este tema quedan despejadas con esta ley aprobada hace un par de meses y que se decanta por apostar por negar la existencia de un derecho sobre la vida y sí potenciar las posibilidades de la medicina en la búsqueda de una posible solución, con lo que al final será el médico quien por razón de ciencia y no por otras razones adoptará la decisión que estime más oportuna. Y en esta última frase cabe todo. Por lo que no olvidemos que es una decisión médica, no de terceros. Ahí está la clave.