Me preguntan qué ética ha de tener un maestro, qué criterios morales han de subyacer a su práctica profesional, qué cualidades habrían de formar parte del código de bondades de este oficio que me ocupa hace ya tantos años. Y me siento abrumada, porque, aunque puedo intentar formular cómo debería ser una persona que se dedica a educar, me resisto a hacerlo. En mi recorrido de maestra ha habido tanta presión de fuera a adentro hacia ese «deber ser» con el que se pretendía que adoptase la deontología que me dictaban otros, que lo primero que me nace es la protesta, por la necesidad y el deseo que he tenido siempre de imprimir un aire personal a mi trabajo, de sentirme libre.

Y es que me parece que no es cuestión de alentar imposiciones, de cargarnos de mandamientos, ni de proponer ideales. Considero que cada maestro tendría que elaborar un modo de ser y de estar en la escuela, susceptible de ser compartido y debatido con otros, pero no impuesto por nadie. Un código deontológico puede pesar demasiado y llegar a alienarnos de nuestros propios pensamientos. E incluso si muchos concienzudos sabios se sentaran a elaborar la manera más ética de ser maestro, esta tarea no sería realmente efectiva sin que cada uno de nosotros la reelaborara desde sí mismo. Como se hace en las encarnaduras, que cicatrizan de dentro a afuera, haciendo piel y despaciosamente.

Así pues, he de aclarar que lo que formularé a continuación no será «el código del buen maestro», sino más bien unos cuantos deseos y reflexiones, que partirán de mis experiencias, mi formación, mis aciertos y mis desaciertos como maestra «de largo recorrido». Una opinión sobre cómo vivir con la mayor salud y placer posibles esta profesión de asombros, vínculos, responsabilidades y alegrías.

Lo primero que diré es que me gustaría que los maestros tuviéramos el deseo puesto en que nuestros alumnos crezcan, aprendan y sean felices. Me gustaría que fuéramos conscientes del importante papel que tenemos en su desarrollo y que estuviéramos cerca de ellos, implicadamente, acompañando y guiando su crecimiento, tanto en sus aprendizajes, como en su alfabetización emocional.

Que recordáramos que el oficio de un niño es jugar, curiosear, disfrutar, hablar, aprender, moverse, cantar, fabular, inventar? Y por tanto les diéramos lugar, tiempo y permiso, para ser niños que es su tarea principal. Que considerásemos que los niños son personas con una historia, unas características, una familia y una cultura a respetar, cuidar y valorar, y vienen a la escuela con su grupo familiar incorporado, siendo, por tanto, imprescindible, el trabajo con las familias.

Me gustaría que los maestros fuéramos personas comprensivas, respetuosas, humildes, amables. Y que, conociendo nuestras ignorancias, fortalezas y debilidades, pudiéramos manejar nuestras emociones con suficiente autonomía, para no volcarlas en los niños. Me gustaría que tratásemos de entender los procesos de nuestros alumnos con apertura de miras, sin defender modelos despersonalizados y uniformadores, sin lanzar sentencias descalificadoras, ni dejarnos caer en actitudes omnipotentes, ni pesimistas. Más bien, poniendo esperanza en los cambios, y luchando a favor de los niños para ayudarles a conseguir un desarrollo integral.

Me gustaría que ofreciéramos metodologías activas y de investigación, expresión libre y un ambiente rico, participativo, e innovador para poder aprender, teniendo en cuenta el momento evolutivo y las diferencias personales, culturales y sociales. Me gustaría que fuéramos sensibles, coherentes, y capaces de hacer sentir a nuestros alumnos la necesidad de la aceptación de la ley, no ya para el control y la disciplina, sino para la seguridad emocional y la regulación de las relaciones. Que atendiéramos a nuestra formación, aprendiendo todo lo que pudiéramos para ejercerla sin caer en la rutina, con rigurosidad, y con una actitud abierta, curiosa y creativa. También que estuviéramos dispuestos a trabajar con otros, a pensar y decidir en grupo. Por un lado para ser eficaces y por otro para que los niños aprendan a cooperar.

Me gustaría que ocupáramos nuestro lugar de ciudadanos y que invitáramos a los niños a reflexionar, criticar y participar a su nivel de cara a cambiar la realidad social. Y que ejerciéramos nuestro papel de personas inmersas en unos bienes culturales: el arte, la belleza, la música, el cine, la literatura, que hemos de compartir con los niños.

Me gustaría que confiáramos en la fuerza de la vida, en la potencialidad de los vínculos, en el poder de la escucha, del grupo, del buen trato.

En pocas palabras, desde mi punto de vista, un maestro ético es el que se toma su trabajo como algo muy serio y muy alegre. El que considera a sus alumnos como personas a las que acompañar en sus aprendizajes y sus sentimientos, el que se anima a escucharlos, a respetarlos y a hacerles un hueco en su corazón.