Vivimos en una sociedad anestesiada por multitud de grilletes que la imposibilitan decir lo que realmente piensa. Se ha instalado en ella una dictadura de lo políticamente correcto, de lo progre, que impide a la ciudadanía expresar sus ideas con libertad. Y lo más grave: ha logrado que políticos, medios de comunicación, intelectuales e instituciones académicas se acomoden a sus dictados. Una mordaza eficaz, silenciosa y opresiva que marca con grosera tiranía lo que se puede decir y lo que no, lo que es bueno y malo, quién es demócrata y quién no. Y en caso de que te reveles contra esa imposición llueven los rayos del oprobio, la descalificación, la persecución ideológica, el insulto y las amenazas judiciales. Los gurús de lo políticamente correcto han creado un diccionario canónico, una suerte de eufemismos, para referirse a personas, ideas, religiones, tradiciones y costumbres con el único fin de imponer su lenguaje oficial y reprimir la libertad de expresión.

Así, cuando se habla de una persona negra -da igual que sea Premio Nobel o experto en papiroflexia-, tienes que decir de color, de lo contrario eres racista (¿por qué no se dice de color cuando se habla de una persona blanca?; ¿no existe ese color?). Cuando se habla de terrorismo islamista debes decir yihadista, si no eres islamófobo, pese a que esos terroristas reivindican sus crímenes en nombre del Islam. O cuando se producen los repugnantes actos de violencia contra las mujeres a manos de sus parejas no puedes hablar de violencia contra la mujer, tienes que decir crímenes machistas o te conviertes en cómplice de los agresores, incluso si eres mujer. Y si es detenido un inmigrante por haber cometido algún delito debes silenciar el dato para no convertirte en xenófobo con el delirante argumento de no condenar a todos los inmigrantes por lo que hacen unos cuantos, condena que solo cabe en la enfermiza cabeza de los dictadores políticamente correctos. Ahora bien, si el delito lo ha cometido un español y se dice, ¿no estamos condenando a todos los españoles con el mismo argumento? O si te refieres a España debes decir el Estado para no molestar a los nacionalistas y convertirte en reaccionario fascista.

Hablamos de la inoculación por medio del lenguaje de ideas impuestas por determinados grupos muy activos que de esa forma se erigen en guardianes de la ortodoxia y la verdad. Son los mismos que imponen el uso del diccionario políticamente correcto al tiempo que para ellos y ellas todo vale en nombre de la libertad de expresión. Pero además, resulta que esos grupos tienen una muy peculiar vara de medir en función de quién dice las cosas, a qué se refieren o el tema de que se trate. Tienen una singular forma de juzgar lo bueno de lo malo, qué se puede hacer o decir y qué no. Así, mientras anatemizan a quienes incumplen los cánones de su verdad oficial, apoyan sin fisuras a quienes insultan, injurian o amenazan en nombre de esa verdad oficial porque esos son de los suyos, es libertad de expresión. Lo hemos podido ver con los innumerables tuits de muchos de los nuevos políticos emergentes de extrema izquierda.

Ahora se ha puesto de moda apostatar de España, insultarla, no sentirse español, como seña de identidad progre pese a que hayas vivido opíparamente de sus pechos durante años sin rechistar. Los más sibilinos lo hacen por la vía de confundir, intencionadamente o por torpeza intelectual, España con el gobierno de turno, como si fuera lo mismo. Pero resulta curioso que mientras se abomina de España, sus símbolos y los sentimientos patrióticos, se ensalza la defensa a ultranza de los símbolos del nacionalismo catalán o vasco. Díganme, si no, en qué estadio de fútbol se exhiben más banderas catalanistas que en el campo del Barcelona. Para los progres, para los políticamente correctos, eso sí está bien.

Esta semana escuchábamos a Fernando Trueba decir que no se había sentido español ni cinco minutos de su vida mientras recibía un premio español, de manos de un ministro español y acompañado de unos jugosos 30.000 euros españoles, sin contar los más de cuatro millones de euros españoles recibidos en subvenciones a su cine. Tan progre estuvo que dijo que en caso de guerra contra España iría con el enemigo (podría no haber ido con nadie y declararse antibelicista). Y como el premio lo recibió en San Sebastián, ¿por qué no dijo no haberse sentido vasco ni un segundo de su vida?, ¿o que en caso de guerra contra el País Vasco habría ido con el enemigo? No, allí esas bromas se pagan muy caras.

Este esnobista «enfant terrible», otoñal icono de la «gauche divine» acostumbrado a mirar por encima del hombro a los mortales porque se encuentran por debajo de su inteligencia y de su genio, apeló a sus preferencias literarias citando al francés Balzac. Imagino que se refería al autor que dijo «el que puede gobernar a una mujer, puede gobernar una nación». O «el socialismo, que presume de juventud, es un viejo parricida. Él es quien ha matado siempre a su madre, la República, y a la libertad, su hermana». Citoyen Trueba, yo, que sí me siento español, digo que tienes razón: Balzac era un genio, como tú. Pregúntale a Le Monde, que tras perder Francia en baloncesto relaciona a Pau Gasol con el dopaje. Ellos sí se sienten franceses. ¡Serán reaccionarios!