Siempre me ha interesado la arquitectura y el urbanismo porque creo que son disciplinas con enormes responsabilidades sobre nuestras vidas. De hecho, los arquitectos comparten con los médicos una formación transversal y humanística que me ha resultado enriquecedora cuando he tenido la oportunidad de trabajar con ellos. Nuestra forma de vida, nuestros hogares, nuestras ciudades y barrios, así como nuestra salud y enfermedad están en sus manos, determinando con ello la felicidad y el bienestar del que podemos disfrutar. De hecho, la arquitectura y el urbanismo han sido elementos transformadores en el desarrollo económico y social de nuestro país, pero también han actuado como catalizadores en nuestra particular crisis del ladrillo y de corrupción, cuyos efectos son tan visibles por estas tierras.

Hace pocos días descubrí dos ejemplos pintorescos donde los haya de esa arquitectura salvaje que en las últimas décadas ha inundado nuestros pueblos y ciudades: un cementerio y una piscina dentro de una rotonda en ambos casos, en los pueblos de Villanueva de la Cañada, en Madrid, y en Riello, León, respectivamente. Son dos de las muchas barbaridades que salpican toda España, como adefesios arquitectónicos levantados para rendir tributo al mal gusto, a la horterada y a la fealdad. De hecho, cada localidad, por pequeña que sea, cuenta con algún ejemplo de esa especie de enfermedad contagiosa que, como si de una epidemia se tratara, ha dejado un reguero infeccioso de rotondas absurdas repletas en su interior de elementos variopintos, pero también de edificios horrorosos y disfuncionales, mondongos arquitectónicos con las finalidades más variadas que los vecinos han bautizado con originales motes, junto a obras públicas que parecen haber sido hechas contra los ciudadanos. Hasta tal punto que ha empezado a surgir una corriente de arquitectos que viene recogiendo estas barbaridades arquitectónicas, a modo de inventario de una época disparatada, en blogs repletos de profesionalidad y buen humor con nombres tan sugerentes como «Nación rotonda», «España bizarra», «Cascotes» o «Satán es mi señor», donde por cierto se han incluido edificios y obras de Alicante como algunos de los más feos de toda España.

El boom inmobiliario facilitó la consagración de la arquitectura espectáculo, permitiendo que se empezaran a generalizar intervenciones caprichosas alejadas de cualquier proceso de crítica que buscara argumentos sólidos y racionales para justificar un proyecto al servicio siempre de los ciudadanos. En su lugar, comenzaron a proliferar construcciones disfuncionales movidas por el egocentrismo de los arquitectos y financiadas por políticos carentes de cultura y de escrúpulos, quienes pensaban que con ello pasarían a la historia al precio que fuera. Son tantos los ejemplos a nuestro alrededor que me parece que no hemos prestado suficiente atención a este fenómeno, tan estrechamente ligado a procesos de corrupción política y económica. Claro que ha habido políticos sin escrúpulos que encontraron en la obra pública un filón desde el cual poder succionar esos recursos ilícitos como reflejan tantos sumarios judiciales. Y naturalmente que ha habido empresarios y constructoras que engrasaron este sistema corrupto que ha extraído cuantiosos recursos de unos presupuestos escasos y necesarios para otros fines. Pero no hemos puesto el acento en todos esos arquitectos, despachos y equipos que con sus ideas egocéntricas y disparatadas, con sus proyectos absurdos y disfuncionales, participaron en este show pagado con dinero público y regado con hormigón, cristal, acero corten y mármol.

Con ello, esa arquitectura hermosa, reflejo de la sociedad, capaz de generar interacciones mágicas e intemporales, al servicio de las personas y para ser disfrutada por ellas, ha sido sustituida por otra arquitectura mediocre, pretenciosa y hortera que se visibiliza en numerosos edificios o equipamientos públicos e incluso en esos chaletazos ostentosos de ricos de pueblo levantados para mayor gloria de sus propietarios y diseñadores. Junto a ello, toda España se muestra llena de chirimbolos, bolardos, pegotes, rotondas, adefesios o cualquier otro chisme, levantados con los materiales más estrambóticos con el propósito de trascender, en lugar de elegir con sabiduría y honestidad materiales sencillos, duraderos, económicos, cercanos, agradables y amables.

Conozco bien el empeño que hay en las facultades y departamentos de arquitectura y urbanismo por proporcionar una formación amplia, crítica y exigente, junto a la preocupación de los colegios profesionales por mejorar el sentido último de su trabajo. De hecho, nuestra arquitectura goza de premios y de un prestigio internacional que la coloca en la vanguardia mundial. Pero echo en falta una revisión crítica sobre una etapa y un legado con el que desgraciadamente tenemos que convivir hoy en nuestras ciudades, que ha contribuido a afear el espacio urbano y con el que numerosos vecinos no se sienten identificados. Y sobre todo, se necesita un compromiso para evitar que nunca más el ego del arquitecto sustituya a esa otra arquitectura intemporal, bella, honesta, al servicio de las personas y respetuosa con la naturaleza que nos hace sentirnos orgullosos.

@carlosgomezgil