DESAYUNO. Ha empezado la temporada. Lo suyo es ir a los desayunos-debate promovidos por entidades con afán cívico que invitan a un político relevante para que diseccione la actualidad y responda a preguntas que le formulan los desayunantes. Ya he estado en el del President Puig y en el del alcalde Ribó. En agenda tengo los de Mónica Oltra y la señora Bonig. Se celebran en un marco incomparable, junto al mar, en las dependencias de un hotel enorme, una de esas construcciones que las miras y piensas, «ay, Dios mío: ¿para qué servirán las escuelas de arquitectura?»; o bien: «¿por qué este arquitecto mostró tanto odio a la humanidad?». Es un edificio gaseoso, imposible de ser entendido con una simple mirada. Tiene pretensiones clasicistas, pero es decididamente anticlásico, reniega de toda regla que tenga que ver con el gusto y el equilibrio. Bueno, regreso a la cosa, que estos asuntos me sacan de mis casillas. El desayuno es exiguo: café y unas breves pastas combinadas con bocadillitos de jamón de york de cumpleaños infantil. Pero el ambiente es muy civilizado. Ostentosamente civilizado, diría yo. No que me quejo: veo a gente a la que tengo que ver, otra a la que hace tiempo a la que debía haber telefoneado, me reencuentro con amigos. Y, sobre todo, a un novel conseller, el único venido de fuera que pernocta en el Cap i Casal, le es muy útil para prevenir enfermedades de la memoria tratando de aprender rostros y nombres de gente importante. Y si se fijan en ti, mejor. ¿Hoguera de las vanidades? No. No llega a tanto. Hay comedimiento y atención a las respuestas dadas a preguntas que educadamente se transmiten por escrito a través de unas azafatas que uno no entiende cómo pueden estar tan arregladas a hora tan temprana. Al menos hasta ahora he escuchado dos magníficas conferencias sobre el futuro de nuestra Comunidad -con permiso de Montoro- y de Valencia. Lo que no entiendo es porqué hay que desayunar. A mí me gusta salir desayunado de casa, o medio desayunado, que un cafetito y una tostada caen de camino a la Conselleria mientras leo un periódico. Como sería de mal gusto que yo preguntara, el desayuno-debate lo consumo plácidamente, observando el desayuno y paladeando preguntas y respuestas, sin sufrir demasiado por si padezco momentáneo despiste o debilidad del ánimo. Pero es que yo tengo lento despertar, algo ganado con décadas de hipotensión. Me gustaría que estos encuentros se hicieran a las ocho de la tarde, aunque no dieran merienda. Pero, en fin, desayunaremos, que hay que aprender. Desayunos-humildad, se llama esto. Lo malo es cuando acaban, que sales a los jardines del complejo y antes de ir a tu honesto trabajo has de enfrentarte con la arquitectura antes definida. Se hace duro, así, el regreso a los asuntos de palacio que, ese día, van más despacio.

COMIDA. He ahí que un miércoles andaba por Madrid pronunciado una conferencia sobre política y transparencia en la Asociación de la Prensa: clausuraba una Jornada sobre la cuestión organizada por una revista especializada. Doy en imaginar que no he sido invitado por mis relevantes méritos, sino porque mi cargo tiene algo de pintoresco: habiendo sólo dos consellerías denominadas directamente de «Transparencia» en las Españas y siendo mi nombramiento, al parecer, unos días anterior que el de mi colega balear, soy el decano, mire usted por dónde. Acabados los debates, los organizadores nos invitan a una comida muy interesante, en la que aprendo mucho sobre prácticas empresariales relacionadas con la ética y trabo contactos con otros responsables políticos con los que queremos organizar un seminario en Alicante. Contribuye al buen recuerdo la degustación de un sargo a la plancha. Pero no llego a los postres. El sentido de la responsabilidad me arranca de la mesa, del sargo y de la compañía para llevarme al Congreso de los Diputados porque se va a debatir la toma en consideración de la reforma del Estatut para blindar la financiación, cuyo actual sistema nos tiene solos, fanés y descangallados, que ahí es donde nos ha traído el PP: a la condición de canallitas de tango, enfangados, arrasados por los pasados vicios y arrastrando nuestra infelicidad debido a nuestra fidelidad, venga de ofrendar glorias a España. La tropilla de valencianos es elevada con celeridad a la tribuna de invitados y a malas penas aprecio los cambios en la ordenación de la fenomenal pinacoteca decimonónica del Congreso. Nos sentamos apretados, somos protocolariamente saludados por el Presidente de la Cámara al iniciar la sesión y empieza el debate. El debate es inusualmente pacífico: menos un extravagante diputado de UPyD que aduce razones que la razón no entiende, todos, ahora, justamente ahora, con el PP en derrota, aplaudimos la reforma. Magistral el señor Camps, portavoz del Grupo Parlamentario Popular, ahíto de olvido y perdón, recordando que ellos, precisamente ellos, son los grandes garantes de la financiación. En ese momento echo de menos mi comida dejada a medias: me invade el sopor, dado que no sería de recibo que un Honorable Conseller diera voces con palabras como «mentira», «estafa» o así. Pero me recuperé del mal paso mirando, allá abajo, el hemiciclo, observando cómo espejaba lo que hemos llegado a ser. Ministros no había, ninguno, ni siquiera García Margallo, especializado en las relaciones con la Comunidad Valenciana, como si fuéramos Estado (fallido) independiente al que el ministro del ramo de Exteriores trata con condescendencia. Claro que diputados de los partidos grandes y sus líderes tampoco abundaban. Me da pena, entonces, no ser catalán, que hubieran venido muchos a insultarnos. Me da pena no ser andaluz, que entonces muchos hubieran acudido a rendir pleitesía a la madre de todos los votos. Y, sobre todo, me da pena no ser gallego: ay, ¡cómo estaba el sargo!

CENA. Andamos en comparecencias. ¿Qué quiere decir eso? Pues que, según la mejor tradición parlamentaria, al filo de los famosos cien días, los Consellers acudimos al Pleno de les Corts a dar cuenta de la situación que encontramos y de los proyectos que trataremos de desarrollar en nuestra gestión. Cuando escribo esto yo aún no he comparecido, así que no les puedo contar cómo me ha ido, que lo mismo a la publicación del presente artículo ya soy hombre muerto, que no sabe usted cómo se las gastan algunos. Para empezar, tras acudir a las comparecencias de varios de mis compañeros de Gobierno, descubro que el escaño me provoca lumbago. Es triste, pero es así, y así lo cuento. Quizá algo tenga que ver en ello que mi azul sillón está ubicado, justamente, bajo la fila que ocupa la dirección de Grupo Parlamentario del PP, o sea, que no puedo dejar de escuchar las frases que continuamente profieren. Ya lo siento, pero me invaden con su intimidad, mas dado el teatro en el que actúan, no creo que se ofendan si, de pasada, les cuento algunas de la señora Bonig, que de manera inopinada, cuando algo no le gusta, dice con insistencia y fervor: «comunista, comunista», y lo dice así como apretando los labios y dejando que el terrible insulto resbale por las comisuras. Pero lo que más me conmovió de una confesa liberal moderna como ella, fue cuando en un debate con el conseller de Educación, repitió -siempre repite sus argumentos más sofisticados- lo que, al parecer era su alternativa a las locuras en esta materia: «!religión y castellano!, ¡religión y castellano!». O sea, dualidad germinal y básica, algo así como pan y circo, altar y trono, tierra y libertad u Ortega y Gasset. En fin, ella sabrá. Lo que pasa es que de las bancadas del PP, sucesivamente, fluyen olas de calor -diría que es rencor, pero mejor lo dejo correr- y de frío -que lo identifico con que aún no se han hecho el ánimo de haber sido derrotados, ellos, tan llamados al triunfo-. Y se ve que esa especie de ducha escocesa-ideológica es la que me ataca en los músculos de los riñones. Así que entre voces, amenazas, interrupciones y sarcasmos malhumorados, se les va el tiempo y no encuentran un ratito para criticar nuestro programa de gobierno. Una pena carecer de oposición, pero nos viene bien para poder ir poniendo orden, sacar papeles, echar números y desescombrar. Sus voces no salen de la Cámara, no inquietan a nadie. Calculo que tardarán unos dos años en darse cuenta. Yo me permito hacerles un favor contándoles esto aquí, para que sepan de qué va la historia. Todavía están en la cena de la noche electoral, atragantados, sin resuello. Una cena de cenizas, que hubiera dicho Giordano Bruno, y mire lo que le hicieron. Mucho mejor desayunar, aunque sea con extrema austeridad. ¡Dónde va a parar!