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Javier Llopis

Con el agua al cuello

Javier Llopis

La tierra prometida

Pertenezco a esa generación de valencianos que acudía a Barcelona con el mismo fervor con que el pueblo hebreo viajaba hacia la tierra prometida. Durante décadas, Cataluña fue un motivo de envidia para amplios sectores de la ciudadanía de una Comunitat Valenciana traumatizada por las guerras identitarias, por la corrupción rampante y por el inmenso poder de una derecha provinciana y mediocre, que no paró hasta en convertirnos en la versión mediterránea de una república bananera. Al otro lado de la frontera del río de la Sénia los hijos más rebeldes del antiguo Regne se encontraban con todo lo que no tenían en su país: modernidad, normalidad lingüística, respeto por la cultura autóctona y una sociedad civil fuerte y activa, capaz de defender pacíficamente sus señas de identidad frente a una sucesión continuada de agresiones externas. Nos asombrábamos ante la insólita calidad periodística de la TV3 de Convergencia, ante los logros urbanísticos de los legendarios alcaldes del PSC o ante proezas como los Juegos Olímpicos del 92 y acabábamos casi siempre empantanados en un doloroso ejercicio de comparaciones del que este bendito Levante feliz solía salir muy malparado.

El inexorable paso de la vida, la crisis económica y los bruscos cambios del mapa político hicieron que poco a poco nos fuéramos cayendo del guindo catalán. La idolatrada derecha nacionalista de Cataluña era tan asquerosamente corrupta como la derecha española de toda la vida; sus recortes en materia de sanidad y educación eran tan crueles y tan injustos como los del peor PP y el presunto talante civilizado y negociador de las élites del Principado saltaba por los aires en sólo cuatro años, arrastrado por el vendaval de tensiones del proceso hacia la independencia.

Resulta muy difícil encontrar algún resto reconocible de aquella Cataluña mitificada en el actual paisaje catalán; un escenario crispado y excluyente, en el que cualquier disidente con las tesis oficiales del independentismo recibe el tratamiento de traidor a la patria o se ve calificado de españolista o directamente de franquista. Es imposible hallar alguna brizna de aquel proverbial sentido común en un país metido en una dinámica política tan acelerada como incierta, con la que está cruzando las barreras de todas las legalidades vigentes, mientras rechaza las advertencias de los más destacados líderes internacionales por considerarlos -en un alarde de paranoia ombliguista- sospechosos cómplices del enemigo. Hay que hacer un esfuerzo muy grande para encontrar algo de sustancia en la verborrea de conceptos épicos y de palabras altisonantes en la que se mueve la actual clase gobernante catalana, que ha sido capaz de convertir los antaño ejemplares medios de comunicación públicos en una poderosa maquinaria expendedora de pensamiento único, que deja a la altura del betún la versión más manipulada y bochornosa del desaparecido Canal 9. Hace raro ver a un personaje de la intachable trayectoria cívica de Lluís Llach compartiendo lista electoral con alguien como Artur Mas, máximo dirigente de un partido podrido por los escándalos y enfangado en la destrucción de los servicios públicos más básicos. La extrañeza es la misma que provocaría la presencia del cantante Raimon en una candidatura valenciana encabezada por el infausto Francisco Camps.

La transformación del oasis catalán en un manicomio incomprensible ha roto el modelo de convivencia en el que se inspiraba un sector importante de la izquierda valenciana. Como en esta vida no hay mal que por bien no venga, este estallido político ha tenido la virtud de congraciarnos con nuestra realidad más cercana. Por primera vez en mucho tiempo, los vecinos del Sur no miramos con envidia a nuestros amigos del Norte e incluso nos sentimos orgullosos al vernos gobernados por un modesto grupo de partidos cuyos dirigentes hacen cada día un esfuerzo de entendimiento para solucionar los problemas de la gente, descartando cualquier tentación de convertir la acción política en una vacía sucesión de discursos incendiarios plagados de inútiles referencias a la patria y a la Historia. Mientras el cielo político catalán se llena de metáforas pomposas sobre el viaje a Ítaca, aquí hay un grupo de tipos empeñado en sacar a nuestros niños de los barracones, en pagar las ayudas de la dependencia o en conseguir que nuestros mayores tengan la atención sanitaria que se merecen. Por una vez y sin que sirva de precedente, salimos ganando en las comparaciones.

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