La disputa ciudadana sobre el tardeo parte de un planteamiento incorrecto. La cuestión que realmente se está dirimiendo no es el conflicto entre dos derechos: el ocio y el descanso, ni tampoco la tranquilidad de los residentes frente a una actividad generadora de empleo en época de crisis. Lo sustancial en este debate es el proceso de privatización de los últimos restos de la propiedad comunal que les queda a los ayuntamientos: las calles y las plazas.

Parece una paradoja que en estos momentos en que se pretende significar como bien común cosas y servicios novedosos, como los patrimonios histórico y natural (en su inmensa mayoría en manos privadas) o internet, se olvide lo que siempre ha sido comunal. Debe ser cosa de la posmodernidad.

Conviene recordar que en origen lo común tenía un sentido más mundano y material; lo constituían esos recursos que permitían la supervivencia de la comunidad que los poseía, en particular de aquellos que menos tenían. Eran instrumentos de cohesión social. No obstante, entonces como ahora, se puede detectar una circunstancia similar: su privatización se realiza de forma subrepticia. La cuestión medular -desposeer de sus derechos a los comuneros- siempre se ha intentado ocultar bajo falsos dilemas, la intención no es otra que aparentar como inevitable lo que en realidad es un expolio.

De este proceso histórico que se inicia allá por la Baja Edad Media, estamos bien informados. Cuando la Corona necesita dinero autoriza a ciudades y comunidades la venta o arriendo de parte de esos bienes, propiedad de todos, para que estas puedan pagar los impuestos que ella misma impone -las guerras y los lujos siempre han sido caros-. Las opciones para los comuneros eran la privatización o pagar a escote. La falsedad del dilema se encuentra en que no todos tenían la obligación de pagar: los que menos tenían eran los que más pagaban y los que pagaban poco o nada eran los que terminaban comprando o arrendando esos bienes. El negocio era redondo, uno se quedaba con lo que era de todos, y estos, para seguir subsistiendo, tenían que trabajar para ese uno. Lo comunal inicia de esta forma su transito a lo privado, que por lo que se ve continúa todavía hoy.

Solo quedaba un pequeño detalle de índole jurídica: lo comunal no se puede enajenar ni arrendar. Son bienes que al ser de todos, no permiten obtener rentas, solo es posible su uso: transitar en el caso de las calles. No obstante el problema era menor; en un momento en que los comuneros no eran ciudadanos sino meros vasallos -condición esta que les impedía, entre otras cosas, empoderarse-, las elites urbanas lo tuvieron fácil: cambiando el nombre, problema resuelto. En lugar de llamarlos bienes comunales los llamaron bienes de propios. Eso sí, el cambio nominativo tenía que ser por común acuerdo, hoy se habla de consenso.

Como se ve el fenómeno no es nuevo, lo que es nuevo es el contexto histórico. Por eso extraña que en un momento en que se reclama conferir poder a la ciudadanía en las decisiones que le afectan, el debate se plantee en términos de arbitrio entre intereses particulares. La calle como bien común del ciudadano-peatón, presidió el debate que hace más de dos décadas condujo a la peatonalización de algunas de ellas, esas precisamente en las que hoy se tardea con más intensidad.

La decisión de la anterior corporación de obtener rentas a costa de estos bienes comunales para pagar, entre otras cosas, las facturas al concesionario de la recogida de la basura, responde a un modelo muy preciso de gestión de lo público, en el que prevalecen los intereses privados, cuando no espurios, sobre los generales. No revertirlo -con imaginación y sin aspaventar- lleva a pensar que no hay alternativa. Y sí la hay, o por lo menos eso creemos muchos. Si perdemos la ilusión seremos pasto de esa melancolía que Emil Cioran achaca a la impotencia. En cualquier caso, perdida toda esperanza, sugiero que cobren las consumiciones más baratas que en el interior de los locales; al fin y al cabo la calle es nuestra.