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José María Asencio

Las declaraciones de bienes de los políticos

A juzgar por lo que la prensa publica, no parecen tomarse muy en serio algunos políticos la obligación legal que sobre ellos pesa de manifestar sus bienes e ingresos una vez pasan a ocupar cargos de representación. De ahí que aparezcan contradicciones en las diversas declaraciones que realizan ante organismos distintos que, de confirmarse, harían surgir dudas sobre la veracidad misma de la información aportada. Un indicio de opacidad o de ligereza cuando se está ante una cuestión capital con repercusiones jurídicas importantes.

Y es que no acaban de tomar conciencia de que los tiempos han cambiado y de que la transparencia es obligada cuando se ostentan poderes y, consecuentemente, capacidades para desviar el ejercicio adecuado de la función hacia el enriquecimiento personal o hacia la financiación ilícita de sus formaciones, tantas veces oculta tras transferencias opacas y operaciones que pudieran haber llevado, es una hipótesis, al hundimiento de nuestro sistema de Cajas de Ahorro sin que haya habido más reacciones que culpar a unos pocos dirigentes de aquellas entidades, pero sin sombra de imputación alguna a quienes con sus decisiones y beneficios favorecieron el fracaso de lo que fue un excelente modelo.

La declaración de bienes al momento inicial de toma de posesión de un cargo no es una medida meramente estética o moralizante. Tiene, por el contrario, consecuencias importantes en orden a impedir o investigar la corrupción, pues no hay mejor termómetro para valorar si se han cometido actos ilícitos que el enriquecimiento injustificado, que la aparición de incrementos irregulares de patrimonio o de bienes que se poseen aunque el titular aparente sea otro, un testaferro. Por el contrario, cuando el patrimonio de un político permanece invariable, cuando no se ha lucrado, difícil es imputarle delito alguno, pues la falta de obtención de beneficio acredita que sus decisiones no estuvieron movidas por fines ilícitos, sino por el convencimiento de la bondad de sus decisiones, aunque no se compartan o sean erróneas.

Nuestro legislador se ha negado reiteradamente a instaurar el delito de enriquecimiento ilícito, vigente en buena parte de Hispanoamérica y promovido por la ONU en convenios suscritos por España. Un delito simple, pero eficaz. Se trata de condenar a aquel funcionario cuyo patrimonio se incrementa sin justificación, presumiendo la ley la ilicitud de dicho beneficio si no se prueba lo contrario. Vengo defendiendo esta medida desde hace años, pero nuestro legislador, aparentemente escandalizado con la corrupción en soflamas y ataques al adversario, es muy poco proclive a poner los medios adecuados para evitarla e investigarla cuando se trata de tomar medidas que puedan aplicarse a sus formaciones. Palabras y acusaciones, pero escasas iniciativas que revelan el desinterés en perseguir la corrupción más allá de utilizarla, muy eficazmente, para el juego electoral. Y ahí el consenso es total, pues todos se sumen en una pasividad incomprensible.

No obstante, fuera de dicho delito, existen instrumentos que, con menos eficacia, es cierto, se apoyan en el conocimiento inicial del patrimonio de los políticos para analizar su posible enriquecimiento y, a partir de ahí deducir la posible comisión de los delitos llamados de corrupción. El delito fiscal parte siempre de las discordancias entre apariencia y realidad, entre bienes lícitamente adquiridos y patrimonio real, si bien es cierto que solo es aplicable a cantidades muy elevadas.

Sí, no obstante, se tienen en cuenta estas diferencias en el patrimonio como indicios de la comisión de hechos delictivos, de modo que se utilizan para valorar otros actos y decisiones, como prueba, pues, de un actuar reprochable. O el cohecho si se verifica el nombre de quien ha proporcionado los ingresos irregulares o las relaciones entre beneficiados por decisiones administrativas que, a su vez, proveen al investigado de bienes sin una acreditación lícita de su origen.

Y, en fin, hoy, conforme al Código Penal en vigor desde hace pocos meses, esta discordancia entre bienes declarados y patrimonio real, sirve para proceder al decomiso de los bienes no suficientemente claros en su origen, lo que va a permitir que los autores de delitos de corrupción devuelvan lo ilegalmente obtenido. Recuperar lo adquirido por medios ilícitos era una pretensión generalmente instada que este gobierno ha hecho realidad tras años de pasividad de los anteriores.

Pero, para todo esto es condición indispensable conocer el patrimonio real de los políticos cuando acceden al cargo, de modo detallado y claro, sin ocultar o disimular lo que se tiene con el fin de posteriormente, si ha lugar, de dificultar la aplicación de las consecuencias que las leyes penales establecen. Transparencia absoluta es la condición para prevenir este tipo de conductas y para sancionar a quien cometa actos delictivos.

No es un acto, pues, meramente ético o estético, sino un jurídico que debería imponerse mediante sanciones a quien ocultara su patrimonio o lo declarara falsamente. Nadie está obligado a ser político y quien decide serlo ha de aceptar las obligaciones que los cargos imponen. Y nuestros gobernantes han de dejarse de discursos y regular adecuadamente este tipo de obligaciones. Las palabras no son nada cuando existen mecanismos eficaces. Otra cosa es que exista voluntad de aplicarlos.

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