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Crónicas precarias

Ultras homófobos, 0; realidad, 1

Os acordáis de cuando el matrimonio homosexual iba a acabar con la familia y la civilización occidental? Eran buenos tiempos. ¡Qué jóvenes y guapos estábamos todos! ¡Qué pieles tan tersas, qué cantidad de sueños por cumplir! Y nada, en un visto y no visto, han pasado diez años, nos ha salido celulitis y la gente se casa con quien quiera sin que se hayan abierto las puertas del infierno.

Por suerte para nuestra dignidad colectiva, la normalidad arrolló implacablemente a los cuatro retrógrados empeñados en imponer a los demás sus dogmas de alcanfor. Y aquí estamos, venga a mezclar peras y manzanas como viciosos frugívoros. Tan asimiladas están las bodas gais que hasta los miembros del partido que batalló ferozmente contra ellas se apuntan a celebrarlas.

«El matrimonio siempre ha sido una institución entre un hombre y una mujer para la procreación», decía Rajoy en 2005. Pero el karma tiene un perverso sentido del humor y el pasado viernes nuestro amado líder se vio obligado a comerse con patatas la hemeroteca y asistir sonriente al enlace de Javier Maroto, vicesecretario sectorial del PP. Porque claro, ahora dices por ahí que una boda entre dos señores o dos señoras atenta contra «la pervivencia de la especie» (como sostenía Fernández Díaz) y las risas llegan hasta la periferia de Ulán Bator.

Así que, además de darles conversación a los desconocidos que le tocaran en la mesa, deglutir el cacho de carne recocida del menú y bailar Paquito el Chocolatero con la corbata en la cabeza, el pobre Mariano también se vio obligado a fingir que el PP no recurrió ante el Constitucional la ley que regula el matrimonio homosexual. ¡Como si asistir a la boda de un compañero de trabajo no fuera un tostón insufrible de por sí!

Pero es que, aunque desde la distancia parezca una chifladura, el sector más medieval de nuestra sociedad (que cuando quiere resulta insoportable) se lanzó como una manada de zarigüeyas desquiciadas contra las bodas gais. Era su cruzada moral, su batallita absurda y anacrónica. Y así, pudimos ver a dirigentes del PP como Zaplana, Cotino, Mayor Oreja o Acebes manifestándose junto a Rouco Varela con el lema «Por el derecho a una madre y un padre». Un entrañable homenaje al nacionalcatolicismo que tantos buenos ratos dio a este país.

También recuerdo con especial cariño los sesudos análisis lingüísticos sobre el origen etimológico de la palabra «matrimonio». ¡Nunca las raíces de nuestro idioma tuvieron tanto éxito! Casi daba lastimita ver a esa gente esconderse tras disquisiciones absolutamente inverosímiles para reducir su odio a una cuestión de términos. Un patético intento de fingir tolerancia que en realidad se traducía en «Tenéis suerte de que no os cubramos de brea y os lancemos a un pantano, maricas de mierda».

«¡Que sirvan coulant de chocolate como postre si quieren, pero que no le llamen matrimonio!», clamaban algunos perdonavidas. Porque ahí residía todo el meollo del asunto, en que los «degenerados» no pudieran tener los mismos derechos que la gente «normal y decente».

Todavía quedan muchos kilómetros para alcanzar una igualdad auténtica (el aumento de agresiones homófobas entre los jóvenes lo demuestra), pero, al menos, ese grupito de carcas intransigentes se ha tenido que apuntar a un taller de gestión de la derrota y la frustración. Ale, ale, bonitos, ya pasó.

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