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Bartolomé Pérez Gálvez

Lamentos y prioridades

Con el paso de los años, reconozco que me hago más intransigente ante el derrotismo o cualquier otra actitud vital que conlleve adoptar una visión apocalíptica de lo cotidiano. Sospecho que muchos de quienes se instalan en el desaliento, alimentando negros presagios, caen en ese estado a causa de la indefensión aprendida que se extiende entre la sociedad actual; o sea, a la percepción de que todo escapa a nuestro control, de que nada de cuanto nos rodea puede cambiar a mejor. Lo más grave del asunto es que parece ser contagioso y cada día afecta a más gente. Quizás por ello he decidido vacunarme y polarizar la atención en aquellos que me ofrecen un enfoque más positivo de la vida, aunque no menos realista.

Pésimo camino llevamos si nos limitamos a aceptar un rol pasivo en nuestra singular historia. Es peligroso -muy peligroso- buscar las respuestas del porqué y del cómo fuera de uno mismo. Dar por bueno que no somos responsables de nuestros propios problemas implicaría, en consecuencia, que otros tienen que arreglarlos. Y esperamos remedios milagrosos que rápidamente hagan desaparecer el sufrimiento. Lo mismo da el médico que el político, el cura o que nos toque la lotería. Impera la ley del mínimo esfuerzo, ya sea por comodidad, inseguridad o por el equivocado convencimiento de que no somos capaces de avanzar sin estar tutelados.

Vivimos inmersos en la búsqueda de la gratificación inmediata, sin capacidad alguna para afrontar el dolor, la frustración o la simple contrariedad. Es el triunfo de lo visceral sobre lo racional. Y aquí radica el origen de algunos de los grandes males de nuestra sociedad: el individualismo, la evasión con las drogas o la falta de persistencia en un ideal, son pruebas de ello.

Escuchar a quienes se lamentan sin encontrar nunca solución obliga a contextualizar las quejas y compararlas con otras, para valorarlas en su justa importancia. Cuando oigo pesares fundamentados en banalidades recuerdo a quienes sufren peores adversidades y, aún así, consiguen encontrar la parte positiva de su desgracia. O a los que, teniéndolo todo perdido, acaban resurgiendo como el Ave Fénix. Ahí tienen ustedes los miles de casos que la emigración constantemente nos ofrece, obligados a empezar de cero y reconstruir su existencia. Necesidades muy lejanas, por su mayor calibre, de las tonterías que a otros pueden parecernos importantes o incluso, erróneamente, vitales.

La superación humana no tiene límites. No busquen muy allá, que tenemos muestras de sobra entre los que nos rodean. Piensen en todos sus amigos o familiares que padecen enfermedades de cierta gravedad. Tengan presente la alegría que nos regalan, cuando proyectan un futuro de ilusión a pesar de su infortunio. Ahí encontramos la fuerza interior de quienes saben utilizarla como mecanismo para afrontar el sufrimiento y la incertidumbre. Se comportan como si hubieran decidido que, cuanto más peliagudo sea el problema, menos tiempo desperdiciarán en lamentaciones. Y es que sólo valen soluciones cuando el asunto se pone realmente feo. Ellos son los auténticos resilientes y a uno le toca ser mero observador de su ejemplo y agradecerlo. De ellos deberíamos contagiarnos y no de tanto cansino plañidero.

Me pregunto qué puede diferenciar a los agonías apocalípticos de los que ven el lado positivo de la vida. Posiblemente sea la propia intensidad del problema que obliga, a estos últimos, a afrontar por narices las verdaderas penurias. Y algo tendrá que ver el balance que cada uno haga de sus prioridades. Placer, poder y sentido son los tres pilares básicos de la existencia. Al menos eso dejaron escrito Freud, Adler y Frankl, los padres de las denominadas «tres escuelas» de psicoterapia vienesa. Placer y poder son compartidos con cualquier animal; el tercero, la búsqueda del sentido de nuestra vida, es lo que realmente singulariza al humano. Un detalle que no deberíamos olvidar.

Para el archiconocido Sigmund Freud la búsqueda del placer es el eje de nuestra existencia. No está mal disfrutar de un contrapunto de hedonismo aunque, eso sí, no debería ser éste el fin último a perseguir. Para Alfred Adler, el valor prioritario del ser humano se centra en el deseo de poder. Ojo, que no hablamos de grandes riquezas o cargos de relumbrón, sino de cualquier nimiedad que conlleve cierto reconocimiento social. Después de haber pasado -¡seguro!- por ambas perspectivas, uno se queda finalmente con la visión de Viktor Frankl, quien ascendió a un nivel sensiblemente superior: el sentido de la vida.

Estoy convencido de que, si realizáramos una encuesta, el orden de prioridad en el corto plazo sería el mismo: placer, poder y, en último término, el sentido de la vida. Al fin y al cabo, los dos primeros son algo más tangibles y fáciles de alcanzar. Por cierto, sin caer en la cuenta de que, una vez alcanzado uno u otro, siempre habrá otro placer y otro poder aún más deseables. En fin, el círculo vicioso de la permanente insatisfacción. Sin embargo, los problemas de verdad -esos que realmente nos hacen sufrir- suelen presentar el orden inverso.

¿Y que fue del sentido de la vida? Pues lo mismo que ocurre con Santa Bárbara: sólo lo recordamos cuando truena y se tambalean nuestros auténticos pilares. Es entonces cuando placer y poder quedan en segundo término. Sin embargo, invertimos gran parte del tiempo y esfuerzo diarios en alcanzarlos, creyendo erróneamente que justifican nuestra existencia. Por el contrario, llegado el momento nos quejamos de que la vida ha perdido su sentido. Olvidamos que, como defendía Frankl, nadie nos lo regala sino que cada uno debe encontrarlo ¿Se dan cuenta de la incongruencia? Buscamos lo secundario y esperamos que del cielo nos caiga lo verdaderamente trascendente. En conclusión, regáleme el sentido, que del placer y del poder ya me encargaré yo. Esta es una de las grandes diferencias entre quienes ven problemas donde no los hay -o cuando menos, son menores- y aquellos que se enfrentan a situaciones realmente complejas.

Por cierto ¿han leído la despedida del neurólogo y escritor Oliver Sacks, en New York Times? Se titula «Sabath» y es un magnifica muestra de una vida plena de sentido. Les recomiendo el final que, como en las buenas películas, no debe contarse antes de verlo. Vale la pena.

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