El espacio público está diseñado y utilizado de forma discriminatoria que, en algunas ocasiones, lleva pareja la situación de exclusión social. Cuando éste no cumple las características propias de la accesibilidad universal deja fuera de su uso y disfrute, en igualdad de condiciones, al colectivo de personas en situación de movilidad reducida (PMR).

Algo tan aparentemente simple como es una barrera arquitectónica puede discriminar a una persona al reducir considerablemente sus posibilidades de acceso a la Educación, en igualdad de condiciones, desde el jardín de infancia hasta la universidad. Incluso, a veces, se presenta una situación de marginalidad legal tan grande que provoca que el niño/a tenga derecho (no siempre cumplido) a que se hagan algunas reformas arquitectónicas en su centro educativo. Pero este derecho, a efectos legislativos españoles, no incluye a los padres, por lo que el niño/a se verá obligado a asistir al colegio que sea accesible para sus padres, salvo que éstos renuncien al derecho/obligación de asistir a reuniones de padres o a fiestas escolares. En cuanto a las otras barreras, las de tipo intelectual, se suplen con adaptaciones curriculares y del material didáctico, así como con la dotación de los recursos humanos necesarios al centro educativo.

El acceso a la Sanidad tampoco es igual para todos y depende, en gran medida, de la movilidad del paciente. Un ejemplo sencillo: un recurso tan público e imprescindible como es una ambulancia no transporta la silla de ruedas del propio paciente, cuando ésta debe ser considerada como sus piernas. Todo ello, por no hablar de las veces en las que no se puede acceder a la consulta de un médico o al baño de un hospital.

Los medios de transporte público, cuya existencia está contemplada por la ley, muchas veces no pueden ser utilizados por las personas con movilidad reducida. Así ocurre con muchos trenes de cercanías y gran parte de los autocares que unen nuestras principales ciudades. Pero, ¿para qué quiere los transportes públicos alguien que está etiquetado socialmente para que viva encerrado en su casa, pidiendo por caridad que la saquen a pasear? ¿Nos hemos olvidado de recoger en nuestras leyes el derecho a una vida autónoma e independiente? ¿Nos hemos olvidado de reconocer que el individuo decide sobre su propia vida y que no deben ser los demás quienes deciden a dónde y cuándo tiene que ir? No olvidemos que el derecho a decidir se manifiesta, de una manera muy especial, a la hora de depositar nuestro voto libre y secreto en las urnas. Sin embargo, nunca he oído hablar de una localidad en la que todas las mesas y cabinas electorales sean accesibles

Podríamos seguir narrando, horas y horas, situaciones en las que las personas se ven marginadas por unas circunstancias que les vienen dadas, una marginación que sólo es una muestra de la discafobia y gerontofobia que hay a nuestro alrededor

Las aceras y las entradas a dependencias oficiales son, de por sí, el espacio público que más margina y que, posiblemente, pasa más desapercibido. Cuando una persona no puede pasar por una acera es posible que se le esté restringiendo su derecho a ir a trabajar, a un centro sanitario, a una asociación, a un lugar donde hay una participación activa en la política o a pasar por allí simplemente porque le da la gana. Es por ello que los ayuntamientos han de velar para que se cumplan los requisitos que garanticen la posibilidad de uso de todos los lugares públicos por todos los ciudadanos y se fomente la máxima autonomía personal.

¿Espacio público o privado?

Examinemos una situación que se repite, sobre todo en verano, cuando el espacio público se convierte en un espacio privado después de que los ayuntamientos lo cedan a negocios particulares.

Nuestras aceras están invadidas por pizarras publicitarias que limitan la anchura de la acera, dificultan o cierran el paso de usuarios de muletas, andadores, sillas de ruedas y coches de bebé, además de impedir a las personas con problemas de visión orientarse golpeando con el bastón en la pared. Y no hablemos de las mesas y sillas que ocupan calles y aceras como si de su propiedad se tratase y cortan el paso a los ciudadanos.

Abramos los ojos y cuando veamos a alguien que obliga a los demás a levantarse para mover la silla y la mesa, y así poder pasar, sepamos que esa persona está haciendo uso de su lícito derecho a utilizar la acera cuantas veces lo estime oportuno.

Esta situación se multiplica de una manera vergonzosa cuando llegan las fiestas. Una persona con movilidad reducida puede verse acorralada hasta el punto de no poder entrar en su propia casa porque ha cometido el error de ir a comprar pan mientras colocaban sillas para que el resto de los ciudadanos disfrute de una cabalgata, un desfile en primera fila o, simplemente, porque alguien ha instalado un puesto ambulante justo encima de la rampa y justifica la invasión con un permiso municipal.

En España tenemos grandes activistas en el tema de la supresión de todo tipo de barreras, como es el caso de Andoni Moreno, en el País Vasco, y de Juan Romero, en Andalucía. Personas que no permiten que se les tache de mendigos que imploran una rampa o un baño adaptado; personas que exigen a las administraciones públicas que se cumplan los derechos y que no piden más que un derecho, el de la igualdad de todos los seres humanos. Ya han comenzando a mantener un fuerte pulso con las administraciones públicas para hacer cumplir la legislación y conseguir que el 4 de diciembre de 2017 podamos hacer un gran funeral con las barreras arquitectónicas.

Recordad, cuando ponéis una mesa en la calle para favorecer vuestro negocio podéis estar cometiendo un acto de discafobia y/o gerontofobia.