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Javier Llopis

Con el agua al cuello

Javier Llopis

La epidemia de bondad

Por algún misterioso motivo tendemos a conmovernos sinceramente con las imágenes de las multitudes de refugiados intentando entrar en Europa, después de ignorar durante años que estas mismas personas estaban siendo masacradas y perseguidas en sus países de origen. Algún extraño mecanismo mental permite que los mismos ciudadanos solidarios que se declaran dispuestos a alojar a una familia de sirios exiliados en sus casas puedan ser a la vez votantes convencidos de partidos que reducen a mínimos las inversiones en cooperación internacional y que consideran esta materia una especie de tontería infantiloide indigna de un Gobierno serio. Sólo atendiendo a algún tipo de deformación de nuestra escala de valores se puede explicar que en este país la repugnante periodista húngara que le ponía zancadillas a un padre de familia sirio haya recibido más declaraciones de rechazo que los sanguinarios tiranos o los fanáticos religiosos que han organizado esta escabechina y que con su maldad han desencadenado esta inmensa marea humana de desesperación. Habría que revisar en profundidad los criterios políticos de los partidos y de los colectivos sociales que lideran la solidaridad con las víctimas de este éxodo, ya que son capaces de combinar sin ningún problema esta encomiable labor de ayuda al desfavorecido con el rechazo sistemático a una intervención militar, que es -hasta que nadie demuestre lo contrario- la única forma de acabar definitivamente con los monstruos que están sembrando el mundo de dolor y de muerte. Resulta casi escandaloso comparar la fortísima sensibilización institucional y social generada por esta oleada de inmigrantes con la insólita «normalidad» con que asumimos la llegada de miles de magrebíes o de subsaharianos, que se juegan la vida cada día en el Estrecho de Gibraltar para escapar de unos países que también son auténticos pozos de miseria y de injusticias políticas. Empieza a ser agotador el sonsonete de impostada indignación con que criticamos el tristísimo papel jugado por las autoridades europeas en esta catástrofe humanitaria, considerando a Europa como un ente abstracto y olvidando que los pusilánimes burócratas que están en Bruselas tomando estas funestas decisiones son el reflejo exacto de nuestros votos y de nuestras respectivas realidades políticas.

Situaciones como la creada por la masiva llegada de refugiados nos demuestran que vivimos en una sociedad contradictoria con unos comportamientos colectivos absolutamente imprevisibles. Determinados sucesos provocan de forma inmediata poderosos y sinceros terremotos de conmoción y de solidaridad cívica, mientras permanecemos totalmente ajenos a otros dramas humanos que han quedado condenados a la invisibilidad perpetua. Nuestra visión del mundo funciona a golpes de reportaje televisivo y de consigna en internet y va acompañada siempre de una peligrosa carga de superficialidad, que hace que los asuntos que hoy nos revuelven las tripas y el alma se conviertan mañana en pasto del olvido y de los archivos periodísticos.

El desastre que se está produciendo estos días a las puertas de la civilizada Europa está sacando a la luz lo mejor de nosotros mismos. Una reconfortante epidemia de bondad recorre todas nuestras estructuras sociales y hace que hasta nuestras insensibles administraciones públicas se hayan dado por aludidas, iniciando una auténtica competición para ver quién es capaz de acoger a más refugiados. Al margen de cualquier otro tipo de consideraciones y de matices, este inesperado fenómeno sólo puede calificarse como algo muy positivo. A partir de ahora, sólo queda dejar pasar el tiempo y esperar a ver si estamos ante un verdadero cambio de nuestros parámetros políticos, que nos anuncia una sociedad más sensible y más solidaria, o si estamos ante un sentimiento pasajero, que sucumbirá rápidamente ante la llegada del próximo impacto mediático, dejándonos en nuestro habitual estado de indiferencia ante cualquier tragedia que se produzca a más de cien metros de distancia del patio de nuestras casas.

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