La imagen del cuerpo sin vida de Aylan, el niño sirio que el Mediterráneo dejó en una playa de Europa, y las informaciones sobre la dramática situación de los refugiados en su difícil tránsito hacia países que puedan garantizar el asilo como Alemania, Suecia y otros países nórdicos, han activado a la ciudadanía europea. Las iniciativas solidarias para acoger a quienes huyen del acoso de la muerte se multiplican, desde ciudadanos a título individual hasta organizaciones e instituciones de toda índole, como los llamados «ayuntamientos del cambio», impulsores de la red de ciudades-refugio.

La explosión de solidaridad con los refugiados ha hecho aflorar en toda su crudeza la miseria moral que impregna la política de los dirigentes de la Unión Europea. Estos dirigentes son los que, mientras abogan por la libre circulación de mercancías y capitales, ordenan levantar muros y alambradas que obligan a arriesgar la vida a las personas que huyen del caos y la devastación; los que, para evadir responsabilidades, directas o indirectas, en el exterminio masivo de poblaciones civiles, oculta la estrecha relación de las intervenciones militares en Afganistán, Irak o Libia o el sustancioso negocio armamentístico que genera la guerra con el drama de los refugiados; los que son capaces de apelar hipócritamente a la solidaridad para manifestar su disposición a «acoger» a 120.000 refugiados, superando la cifra inicial de 40.000, para su distribución, como si de ganado se tratase, entre los países europeos.

Veamos: los desplazados internos y los refugiados afganos, iraquíes, sirios, somalíes o libios se cuentan por millones y, en su mayor parte, están distribuidos por los países limítrofes. Sólo la guerra civil siria, que ya ha dejado más de 310.000 víctimas mortales, ha expulsado de sus hogares a 7,6 millones de personas en el interior del país y a 3,6 millones repartidas entre Líbano, Turquía, Jordania, Egipto e Iraq. Solamente en el Líbano, un país que también ha padecido la destrucción provocada por la guerra, los refugiados sirios constituyen una cuarta parte de la población. Durante el presente año, según el Alto Comisionado de la ONU para los Refugiados (ACNUR), han llegado a Europa más de 300.000 personas, 200.000 refugiados y 100.000 inmigrantes. Entre ellos viajaban los más de 2.800 devorados por las aguas del mar Mediterráneo. Si tenemos en cuenta la magnitud y el origen de la crisis de los refugiados, resulta insultante que los dirigentes europeos limiten la capacidad europea de acogida a tan sólo 120.000 personas, que son una parte de los que ya se encuentran en Europa, sin precisar nada sobre los miles que esperan en el «recibidor» dispuestos a entrar. En el fondo, lo que subyace a todo esto es el viejo planteamiento xenófobo que asocia la llegada de refugiados e inmigrantes (las víctimas del despojo económico) a una amenaza para Europa.

Todo derecho humano reconocido por la legislación internacional y las distintas legislaciones nacionales obliga a los Estados y a las instituciones internacionales a garantizarlo. En 1951, después de la devastación provocada por la Segunda Guerra Mundial, se firmó en la ONU la Convención sobre el Estatuto de los Refugiados, más conocida como Convención de Ginebra. La Convención reconoció el derecho de asilo a las personas forzadas a abandonar su país en caso de guerra o persecución por motivos políticos, de raza, religión, nacionalidad o pertenencia a un determinado grupo social. Acoger a los refugiados es, por tanto, un deber del Estado mientras que las condiciones que les obligan a abandonar su país persistan. Y esta obligación implica abordar la protección de los refugiados desde el principio, para que puedan desplazarse en condiciones dignas. ¿Para qué están las embajadas y los consulados? En realidad, no se trata de dar nada, sino de compensar lo usurpado.

Unas palabras sobre la distinción entre refugiados e inmigrantes. Ambos difieren en los riesgos que afrontan. Sin embargo, no son desiguales en derechos. Ambos sufren el «efecto expulsión», lo contrario del «efecto llamada»: en el caso de los refugiados, por la persecución y la guerra; en el de los inmigrantes, por la desigualdad social generada, históricamente, por la organización de la economía mundial, puesta al servicio de los mismos centros de dominio y de poder mundial que alientan guerras y mantienen estados lacayos para proteger intereses puramente económicos y geo-estratégicos. Siempre habrá inmigrantes mientras que el expolio económico y el empobrecimiento social cercenen la libertad de elegir. También existe un amplio movimiento de solidaridad social en defensa de los derechos de los inmigrantes. Un aspecto del mismo es la campaña por el cierre de los Centros de Internamiento de Extranjeros (CIEs). Los derechos de los inmigrantes están reconocidos por la Convención de la ONU de 1990 de derechos de los trabajadores inmigrantes y de sus familias.

No hay barreras que puedan detener la lucha legítima del ser humano por la supervivencia. Siempre habrá refugiados e inmigrantes mientras haya circunstancias que obliguen a la migración, al éxodo o al exilio. No habrá soluciones duraderas si las circunstancias no cambian. El orden económico y geopolítico actual está lastrado por la injusticia y la guerra. ¿Cuándo va a entrar en la agenda política internacional el desarme y la distribución equitativa del poder y los recursos? Esta es la cuestión.