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Un éxodo bíblico

La migración a Europa ya tiene la dimensión de un éxodo bíblico, y solo está empezando. La crisis humanitaria más grave desde la última guerra mundial produce imágenes incompatibles con la buena conciencia y delata la insignificancia de las cuotas de acogida debatidas sin unanimidad en la Unión Europea. Menos de doscientos mil refugiados a repartir entre los países miembros representan un porcentaje ridículo y seguramente inútil. Tan solo en turquía malviven seis millones de sirios en espera de adopción por el área industrializada. Las democracias están obligadas a acoger refugiados políticos, pero su multiplicación desborda los límites de cumplimiento y provoca insensibilidad ante la otra diáspora: la del hambre y la miseria, que hoy multiplica en Italia y Grecia la presión vivida en España.

Limitar la acogida a los expulsados por las guerras locales y administrarla en cuotas mezquinas no resuelve absolutamente nada. Decepcionan una vez más la ONU y su agencia de refugiados al fijar en 200.000 almas lo que Bruselas intenta limitar a 160.000, como si de ello dependiese la solución. El problema es incalculablemente mayor y deriva de dos omisiones culpables de la comunidad internacional: la siempre teórica política de ayuda y estímulo a África condicionada a la extinción de las dictaduras extractivas, y la ambigüedad ante las guerras ideológicas o de religión que perpetra el islamismo radical. Si el llamado Estado Islámico puede desaparecer en 24 horas con una acción coordinada de las potencias libres, ¿a qué esperan?, ¿qué intereses las detienen?

El éxodo constituye un problema de Estado, como ahora reconocen el Gobierno español y otros „no todos„ de Europa, pero no es exclusivamente europeo, sino mundial. Todos los Estados deberían sentirse interpelados, pero muy especialmente los democráticos, sin pasar de largo ni arbitrar remedios que parecen meras coartadas para lavarse las manos. EE UU conoce bien la presión migratoria del subcontinente, pero está a punto de nominar a la presidencia a un energúmeno racista como Donald Trump. Las grandes potencias emergentes viven en su mundo y pasan de solidaridades con el mundo real a despecho de la conflictividad peligrosa para todos.

África está dejando de ser la olvidada y exige la paz y el desarrollo capaces de contener el desbordamiento humano. Si no lo conseguimos entre todos, lo sufriremos todos. La admirable disposición de acogida de los entes humanitarios, los ayuntamientos y las familias delata la mezquidad de los estados. La única salida empieza por la sensibilización general y urgente de todos los foros de poder.

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