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Bartolomé Pérez Gálvez

Parad la guerra

La muerte de Aylan Kurdi ha conseguido sacudir la conciencia de una Europa indiferente a las tragedias del resto del mundo. El viejo continente, centrado en sus propios problemas, lleva demasiado tiempo mostrándose tan hipócrita como impasible ante el terrible drama de la migración masiva. Miles de personas se han ahogado en el Mediterráneo, cuando intentaban escapar de su tierra para sobrevivir, y los mandamases de la UE poco o ningún empeño pusieron en solucionarlo. Ahora no les queda otra que tomar medidas, porque la guerra en Siria ha provocado un éxodo multitudinario y ya han llegado hasta aquí, buscando refugio en territorio comunitario.

Toda catástrofe, y ésta lo es, conlleva un sinfín de historias personales desgarradoras. Historias que sentimos más reales porque sus protagonistas tienen nombres, rostros y un relato que nos dan a conocer. La desgracia de Aylan y su familia representa, en cierto modo, el infortunio de todos los refugiados. La imagen del cadáver de ese niño de tres años, a la orilla de una playa turca, es sobrecogedora. Triste final de una huida de otra muerte casi segura, la que posiblemente le esperase en su país. Y es que ya son cuatro años de conflicto armado y más de 230.000 víctimas mortales. Ellos caen y, entretanto, la sociedad occidental -la civilizada- apenas derrama una lágrima ante la desoladora visión de ese cuerpecillo roto. Se despierta la solidaridad del fariseo, como bien apuntaba Jorge Fauró en este periódico hace unos días. Se entona el «mea culpa» pero, como los recuerdos trágicos se autolimitan en el tiempo, en menos de una semana vuelta a mirar hacia otro lado. Ciertamente, asquea tanto meapilas.

Duele ver al pequeño. Duele hasta axfisiarte. Pero Aylan ya no está. Me pongo en el pellejo de su padre. Y sí, joder, lloro de rabia. Llego a odiar a quienes permiten esta canallada. No hay sufrimiento más terrible que perder a un hijo. Quienes lo han padecido, bien lo saben. Y me avergüenzo de que conquistemos la Luna, mientras seguimos perdiendo la Tierra.

La imagen de Aylan ya ha cumplido su función: sensibilizarnos, tomar conciencia. Si continúa circulando a buen seguro alimentará el morbo de los medios sensacionalistas. Discúlpenme la crudeza pero, al fin y al cabo, cada día mueren decenas, cientos, quizás miles de criaturas. De hambre o sed, por metralla o ahogados. Y nos da igual. Debe de ser un ejemplo de darwinismo pero a lo bestia. El género humano se autorregula permitiendo la desaparición de los más débiles. Todos perdemos.

En las últimas semanas se hace difícil no vislumbrar el recuerdo de la Historia reciente. Semanas en la que se nos ha puesto la piel de gallina en más de una ocasión. Desde el otro lado del charco, Nicolás Maduro ordenaba expulsar a los inmigrantes colombianos que a duras penas subsistían en condiciones infrahumanas. A sus órdenes, las casas fueron marcadas con una «D». Dicen que es la «D» de demolición, pero también la de la degradación, del dolor, del desasosiego. En cualquier caso, no es la «D» de la democracia. Maduro no sabe qué carajo es eso.

Aquí en Europa, en las fronteras de Hungría, los sirios que huyen del terror buscan la libertad arrastrándose bajo las alambradas de espino. Setenta años después del exterminio judío, seguimos asistiendo al trato vejatorio del ser humano. Algunos llegan a Budapest ¡capital de un país de la Unión Europea! Una nación que ha sufrido el terror por partida doble: primero, los nazis, luego, los soviéticos. De nuevo, el recuerdo histórico se pierde. Hacinados y sin acceso a los trenes, miles de sirios esperan poder continuar su camino hacia Alemania y Austria. Por el momento, la estación de Kelati se convierte en el nuevo gueto de la capital húngara. Poco ha cambiado, más allá de que los oprimidos han acabado convirtiéndose en opresores.

El primer ministro húngaro, Viktor Orban, intenta contener a quienes huyen de la guerra y les aconseja que se queden en Turquía, en su opinión «un país seguro». Es el mismo Orban que acaba de advertirnos a los europeos que podemos acabar siendo minoría, si persiste la llegada de refugiados. Por cierto, este matiz es importante. Son refugiados, seres humanos que huyen de conflictos bélicos. Nada que ver con quienes emigran para mejorar su calidad de vida, intención absolutamente legítima y comprensible pero bien distinta.

La muerte de Aylan ha despertado mayor interés mediático que las declaraciones de otro niño sirio, Kinan Masalmeh. Con sólo trece años ha mostrado una coherencia de la que, cuando menos aparentemente, carecen quienes debieran asegurar la paz mundial. Kinan es uno de tantos sirios atrapados en ese gueto improvisado en que se ha convertido la estación de Budapest, mientras intenta que le permitan subir a un tren camino hacia la libertad. Cuando un periodista le preguntó cuál era el mensaje que quería transmitir, su respuesta fue contundente: «simplemente, parad la guerra y nosotros no querremos ir a Europa».

Si la escena del pequeño sin vida flotando en la playa turca despertó las emociones, las palabras de Kinan, por su lógica aplastante, exigen una reflexión. La comunidad internacional dispone de medios para parar cualquier guerra. No hay conflicto bélico, por enquistado que esté, imposible de frenar. La cuestión radica en que los intereses de quienes pueden hacer realidad la paz no suelen coincidir con los que, más que desearla, la necesitan imperiosamente para seguir vivos.

Dudo que el joven Kinan espere una respuesta positiva de una UE que ha permitido comportamientos como el del gobierno húngaro. Quizá el chaval piense que Naciones Unidas tiene mayor capacidad de decisión en estos temas y así es, al menos en teoría. El Consejo de Seguridad de Naciones Unidas tiene encomendada, como función primordial, la responsabilidad y seguridad internacionales. Ahora bien, es un objetivo de complejo cumplimiento si consideramos que sus cinco miembros permanentes producen el 73% de las exportaciones armamentísticas. Un porcentaje que se incrementa con la cuota española -séptima exportadora mundial- o la aportada por otros países que, como Italia o Alemania, también son habituales miembros del Consejo.

Las cien primeras industrias armamentísticas mueven más de 400.000 millones de euros al año, sin contabilizar la producción de China, cuarto productor mundial. Y, por supuesto, al margen de la economía generada por el tráfico ilegal. Si a esa enorme cantidad de dinero le añadimos de qué empresas estamos hablando, me temo que el deseo de Kinan de que paren la guerra no se cumplirá. Y es que no imagino a Airbus -consorcio en el que, dicho sea de paso, el gobierno español participa con cerca del 12% del accionariado- aceptando pérdidas multimillonarias. O a Boeing, General Dynamics y tantas otras compañías que, al margen de ser las primeros productoras de la industria armamentística, dirigen sus intereses comerciales a otros sectores productivos que afectan a gran parte de la sociedad.

Es evidente que los problemas migratorios deben solventarse en origen. Pero este conflicto se ha mantenido bajo la permisividad del mundo occidental, cuando menos por la omisión del deber de mantener la paz. Y ahora somos parte del mismo. Parte beneficiada, bastante más de lo que algunos quieren creer para mantener sus conciencias tranquilas.

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