Europa vive uno de los dramas humanitarios mas importantes desde la finalización de la Segunda Guerra Mundial. Cerca de trescientas mil personas, entre refugiados e inmigrantes, han llegado ya al continente europeo y otras decenas de miles siguen a la espera para intentar llegar a un trozo de costa, en algún lugar europeo regado por el Mediterráneo, en barcazas atestadas de gente, donde nadie se puede mover porque pondría en riesgo la estabilidad de la embarcación y con ello a todos sus compañeros de viaje, o bien por carretera. Un viaje largo, muy largo. Vienen huyendo, fundamentalmente, de guerras sangrientas, del hambre y la miseria existente en sus países de origen. Los que se embarcan en la dramática aventura de intentar llegar al «dorado europeo» -luego me referiré a ese dorado- son personas sin nada que conservar más allá que su propia vida y la de sus seres más queridos y, por tanto, todo aquello que hacen tiene la justificación por la que cualquier persona lucharía: intentar sobrevivir, aunque a veces no siempre lo consiguen. La guerra de la ex Yugoslavia, que se produjo durante la década de los años 90, también ocasionó la friolera de 2,7 millones de refugiados europeos según reflejó ACNUR, la Agencia de la ONU para los refugiados. Pues bien, ni Europa ni los ciudadanos europeos podemos mirar hacia otro lado ante esta otra gran crisis migratoria y de refugiados de magnitudes extraordinarias. El drama de aquellos que luchan por una vida mejor y huyen de guerras están poniendo al descubierto la incapacidad de unos gobiernos europeos que se han visto sobrepasados y sin ningún plan humanitario, solidario y de asilo para dar respuestas ante las demandas existentes.

Tan lejos pero tan cerca. En un mundo globalizado, donde las nuevas tecnologías y los medios informativos son piezas fundamentales en la transmisión de noticias, las distancias entre lo que algunos llaman el primer mundo y los del tercero se reducen de manera considerable. Las redes sociales posibilitan estar informados en «tiempo real», da igual donde estemos o residamos, y es por esa capacidad informativa por lo que personas desesperadas, sin ningún futuro, y muchas de ellas en manos de «mafias», se embarcan en un gran éxodo en busca de un mundo mejor. Muchos llegan y pisan suelo europeo, aunque también son miles los que hoy están en el fondo marino del Mar Mediterráneo y cuyo sueño se quebró antes de tiempo. Cada día nos despertamos con una información nueva que nos sobrecoge en esta crisis humanitaria. O es una embarcación que no consigue el legítimo objetivo de llegar a tierra o es un camión, como el descubierto en Austria y otros, con decenas de cadáveres asfixiados. Y mientras, cada uno de nosotros viviendo en nuestra ficticia «burbuja» de bienestar. La solidaridad no sólo debe ser una bonita palabra, debe impregnar nuestra actuación en este mundo tan injusto y tan desigual. ¿No les parece?

Niños, adolescentes, mujeres o personas mayores se introducen en un viaje a la desesperada, donde para ellos el «dorado europeo» es simplemente pisar suelo en un continente de paz, comida y libertad. Pero, ¿cómo se mide ese dorado por el que cientos de miles de personas arriesgan su vida? Los niveles de bienestar conseguidos en nuestro país (en los últimos años ha habido una regresión) y en el resto de las países de la Unión Europea, desde hace decenas de años, han sido fruto de la solidaridad de unos países hacia otros y del sacrificio que el conjunto de los ciudadanos hemos hecho por transformar una sociedad -la europea-, aunque a veces pienso que no lo hemos conseguido del todo. Pues bien, incluso entre los países miembros de la Unión Europea el nivel de bienestar difiere. No es lo mismo vivir en Finlandia o en los Países Bajos que hacerlo en Grecia, Italia, Portugal o España. El debate sobre la otra Europa tendrá que formularse más temprano que tarde y nuestros gobernantes lo saben.

Las personas demandan soluciones a sus problemas, y aquellos que llegan hacinados en embarcaciones, pateras o por carretera dentro de los bajos de camiones también. ¿Por qué tardan tanto las instituciones europeas en tomar medidas y soluciones cuando se trata de personas y tardan tan poco en exigir condiciones, a veces asfixiantes, por los rescates que conceden para pagar la deuda/país o para salvar bancos como pasó en España? Nuestros gobernantes no están a la altura, ni en Europa ni aquí. Y ni las alambradas, ni los muros, ni las cuchillas son la solución a un drama personal, humanitario y continental. Los refugiados tienen derecho al asilo político y los inmigrantes, que lo son por motivos económicos, a una vida mejor, y ambos demandan dignidad en el trato. Ni más ni menos.