Desde que hace unos días Tsipras revelara su intención de adelantar las elecciones en Grecia, dejando así de manifiesto su incapacidad de llevar a cabo las promesas electorales que ocho meses atrás le auparon al poder, hay una palabra que ha tomado especial importancia en la escena política; no hay tertulia, declaraciones o notas de prensa políticas donde el «populismo» no esté presente. El término populismo no figura en la Real Academia Española de la lengua y sin embargo es de uso muy frecuente en castellano. Buceando en la red de redes podemos encontrar que populismo es «una doctrina política que se presenta como defensora de los intereses y aspiraciones del pueblo para conseguir su favor»; también encontramos populismo en sentido peyorativo definiéndolo como «movimientos políticos destinados a ganar la simpatía de los votantes, para que una vez alcanzado el poder llevar a cabo medidas a espaldas de ese pueblo que le dio el poder».

Precisamente en esta línea de populismo desdeñoso, ofensivo e insultante es la que están usando partidos políticos de gran trayectoria democrática para desacreditar a los movimientos sociales y nuevos partidos emergentes en el panorama político español. Con las elecciones generales a las puertas y ante una muy posible pérdida de poder han puesto en marcha la maquinaria despectiva y lanzan consignas del tipo : «no pactar jamás con el populismo», «gobiernos populistas sinónimo de catástrofe de proporciones bíblicas», «si gana el populismo se acabará la semana santa, se quemarán iglesias, las plazas de toros se trasformaran en puticlubs» y otra gran cantidad de perlas y dardos envenados con el discurso del miedo que lanzan sobre la diana de ese «frente popular» que amenaza con desalojarlos de la Moncloa.

Cuando alguien acusa a otro ser humano de tener las manos sucias, tiene que asegurarse de que las suyas están limpias, y es que no puedo dejar de cuestionarme: ¿no es populismo soberbio ganar unas elecciones mintiendo en campaña electoral para luego gobernar durante cuatro años apelando a la soberanía de las urnas?; ¿no es populismo barato arroparse con la bandera española al ser nombrado candidato a la presidencia de España cuando dicha bandera no forma parte de tu equipaje?, ¿y no es populismo inhumano y degradante el uso de términos por parte de dirigentes europeos como «plaga», «el verdadero peligro para Europa», «amenaza» o «goteras y cuotas» para referirse al drama de los refugiados que llegan al viejo continente empujados por la guerra, el hambre o la persecución que sufren en sus países de origen? ¿No es populismo casposo culpar a la promiscuidad femenina y la temprana edad al iniciar las relaciones sexuales también de las chicas de la violencia de género? ¿O no es populismo oportunista elaborar tarde y a la carrera el indulto que ha sacado de la cárcel a Josefa Hernández, abuela diabética con dos hijos y tres nietos a su cargo, acusada de no querer derribar el único techo que los cobija?

El populismo está de moda, no tanto ser populista; y aunque parezca un concepto nuevo, a mí me cuesta diferenciarlo de aquel que Aristóteles acuñó para definir «la degeneración de la democracia consistente en que los políticos mediante concesiones y halagos a los sentimientos elementales de los ciudadanos, tratan de conseguir o mantenerse en el poder»; a estas maniobras políticas el filosofo griego las agrupó bajo el término «demagogia». Demagogo, hacer demagogia es una terminología que los políticos llevan usando mucho tiempo, y que ha dejado de ser insultante porque al fin y a la postre todo político tiene algo de demagogo aunque lo nieguen, todos han mentido por conseguir un voto, incluso algunos fanfarronean de ello. Ha tenido que llegar Manuela Carmena, con tan solo cuatro meses de carrera política y nada sospechosa de tener la política como profesión, la que ha reconocido que un programa electoral no es un contrato, colgándose ella misma el cartel de demagoga o populista.

A mí personalmente no me queda duda. Populismo, demagogia, programa electoral y campaña electoral van unidos y entrelazados; siendo esto el único, simple y triste bagaje que tienen los partidos políticos demócratas para alcanzar su meta, que no es otra que la de gobernar con el consentimiento del pueblo. Y en esa riña por llegar al poder también tienen cabida las políticas populistas, políticas que prometen lo imposible a sabiendas de que tu rival político va a hacer todo lo posible para que sea imposible, que no deja de ser una ironía de populismo puro y duro. Y arriesgándome a que me califiquéis de populista, aunque no me importe, quizá, a lo mejor, habría que empezar por intentarlo, por intentar que las promesas populistas, aquellos que ilusionan y entusiasman al pueblo, al menos disfruten de la posibilidad de poseer el espacio, el tiempo y los recursos suficientes para intentar hacer realidad algunos de los sueños de los ciudadanos que así lo han decidido voto a voto.