Sin duda los historiadores señalarán los últimos cuatro decenios de la historia española como el periodo de mayor prosperidad y desarrollo democrático de nuestro país. En estos años se ha producido el progreso en infraestructuras y servicios sociales más importante de nuestra historia, se han consolidado hábitos e instituciones que preservan derechos materiales y civiles para todos, y nos hemos incorporado al concierto internacional entre los países desarrollados y democráticos. En conjunto no hemos desaprovechado la ocasión de construir un país moderno y habitable para conciudadanos a los que a menudo nos separan visiones antagonistas del mundo y de la vida.

Sin embargo, todo lo anterior no se ha llevado a cabo sin defectos ni carencias. Y algunos de esos déficit suponen debilidades estructurales que es preciso tener muy presentes. De ese calado es, por ejemplo, la corrupción, que en mi opinión no es un fenómeno ni principal ni exclusivamente político, sino que hunde sus raíces en nuestros hábitos personales y en cierto hedonismo social inclinado a un oportunismo ventajista aunque sea ilegítimo. Podría añadirse la hipertrofia administrativa efecto de una modernización y descentralización del Estado cuya racionalización sigue sin afrontarse; o la situación a la que la modernización ha llevado al sistema educativo y que no pocas veces es la de una institución fallida. Y tal vez también suponga un cierto fracaso el reciente revisionismo que abomina de la transición como de una rendición, que remuerde a cierta izquierda poco afín a la templanza y engrosada por la crisis.

Pero en el orden político y a la larga, tal vez uno de los ángulos ciegos más comprometedores ha sido la incapacidad para reformular un patriotismo democrático que resultara participable para todas las sensibilidades ideológicas y culturales. Y no ha sido solo por razón de los nacionalismos vasco y catalán, sino porque el énfasis nacionalista del régimen franquista por un lado, y el republicanismo como ideología patriótica de la izquierda por el otro, convirtieron el patriotismo en una de las cuestiones que había que postergar para no enconar las situaciones. La palabra misma «patria» quedó recluida como parte de la jerga cuartelera y extremista.

En ese sentido nuestra situación se parecía -con inmensas diferencias- a esa especie de síndrome postnacionalista que tuvieron que afrontar países como Alemania o Japón después de la segunda Guerra Mundial. De ahí el surgimiento de propuestas como el «patriotismo constitucional» creado por Sternberger e impulsado por Habermas y que intentaba redefinir la identidad nacional vinculándola a una cultura democrática, al modo de la identificación francesa entre lo patrio y lo republicano.

En nuestro país el progresismo ideológico no ha emprendido ningún intento en esa dirección y aún hoy los libros de estilo del lenguaje progresista no incluyen la palabra «patria», como durante mucho tiempo excluyeron el uso de la palabra «España». De dicha actitud cabe extraer una indicación provechosa: necesitamos reformular el campo semántico de ambos términos para que pasen a connotar ideas como modernización, democracia, solidaridad, justicia, internacionalismo. Es decir, necesitamos una reinvención postnacionalista y moderna de la idea de patria que permita reformular un sentido de lo español con centro de gravedad en el presente y el futuro y no tanto en el pasado. Hace ya casi un siglo Ortega lo llamó un «proyecto sugestivo de vida en común» y por desgracia pero efectivamente, un siglo después todavía estamos en las mismas.

Trasladar el origen de lo patriótico al futuro no solo lo transforma en tarea común, sino que convierte en secundaria la gravitación de las tradiciones y, por tanto, asimila la idea de patria más a consensos logrados y abiertos que a tradiciones matrices, ya sean de corte lingüístico, étnico o cultural. Todo lo cual no implica que se pueda prescindir del pasado o que la memoria de lo que se ha sido o se ha hecho carezca por completo de importancia. Todo lo contrario. Lo que ocurre es que no se mira al pasado tanto para buscar quiénes somos, como para saber por qué no somos como quisiéramos. Es decir, no se lee la historia con énfasis nacionalista y diferenciador, sino con agradecida pero crítica moderación, porque la idea de patria connota menos una identidad satisfecha que un proyecto reformista para el cumplimiento de lo mejor de nuestra historia común y la evitación de lo peor.

Tampoco se trata de que el idioma, las gestas históricas, las instituciones centenarias, las costumbres o los éxitos deportivos sean asuntos irrelevantes, ni que sea posible un patriotismo sin identidad, sino de que al respecto es mejor una modestia minimalista que la acostumbrada inflamación nacionalista de lo identitario. Además un patriotismo postnacionalista no puede estar protagonizado por el Estado, ni lo tiene por su sede y sujeto social, sino a la ciudadanía y a la sociedad civil que lo instrumenta para sus fines.

Necesitamos reinventar un patriotismo capaz de honrar y de honrarse en el sistema nacional de donación de órganos, en el tesón modesto de Nadal en sus derrotas, en los proyectos internacionales de cooperación, en los misioneros, cooperantes y militares en misiones de Naciones Unidas, en la hospitalidad que nos reconocen los visitantes, en las movilizaciones solidarias, el museo del Prado, los investigadores o el sistema sanitario público.

Necesitamos un patriotismo con sentido del humor, capaz de sonreírse de sí mismo con la misma compasión por todo lo humanamente frágil por la que estaríamos dispuestos a enviar a nuestros hombres a luchar a cualquier lugar del mundo. Además contamos con la guía literaria más penetrante y monumental sobre el humor compasivo pero valeroso, y que cualquier otro país tendría por programa educativo de civismo patriótico: el Quijote.

Necesitamos, pues, un patriotismo minimalista o, si se quiere, postnacionalista, cívico, reformista, crítico, compasivo, europeísta y americanista porque sin Europa y América no nos reconoceríamos. Y necesitamos con urgencia políticos con la imaginación para implementarlo institucionalmente, y convertirlo en un proyecto atractivo para los que queremos ser españoles sin necesidad de ningún cofre de esencias patrias inmutables.