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Camilo José Cela Conde

Edificios

En este mundo de prisas, atropellos y sobresaltos la arquitectura se ha vuelto uno de los principales emblemas de la postmodernidad. Desde que el museo Guggenheim levantó en Bilbao su sede soberbia, los poderes públicos y privados llevan décadas suspirando por ese edificio capaz de convertirse en foco de tracción y bandera, con lo que el resultado que había de alcanzarse era de fácil adivinanza. Clavar el puñal en los disparates que sumó Calatrava a su conjunto espectacular de la Ciudad de las Artes y las Ciencias valenciana es harto sencillo; vayamos a lo menos obvio. En la entrada de Madrid, llegando desde Barajas, las casas de Torres Blancas que hizo Sainz de Oíza eran el dintel soberbio que nos regaló el siglo XX. Pues, bien, el XXI ha sumado el espanto del hotel Puerta de América, un bodrio gigantesco en el que más de veinte arquitectos y diseñadores, con Jean Nouvel a la cabeza, han logrado construir un compendio de los horrores en materia urbana. Hay un chiste que dice que el dromedario es lo que salió de una comisión a la que se había encargado de diseñar un caballo. Pues eso.

En ocasiones la manía postmoderna en busca del edificio singular afloja el acoso y hay alguien con dos dedos de frente que apuesta por el sentido común. Cuando suceden cosas así aparecen hoteles como el Formentor al que, vaya por dios, las autoridades se resisten a darle los permisos de reforma supongo que porque no se trata de cambiarlo por un adefesio emblemático. El año pasado Cristina y yo descubrimos otro lugar que tiene poco que ver en emplazamiento y formas pero obedece a un propósito parecido: el hotel de Ses Salines que la familia Bonet ha puesto en marcha sin más que arreglar el caserón de Ca'n Bonico, una de las primeras construcciones que, en el siglo XIII, levantaron los acompañantes de Jaime I al ocupar la isla.

Como los mallorquines y, por extensión, los españoles somos iconoclastas, es toda una suerte contar con casas con ocho siglos a sus espaldas que nadie ha vendido todavía y luego derribado para levantar un aparthotel o un bloque de apartamentos en venta en Alemania. Cada vez que cierra las puertas un café, una mercería o un colmado para dar paso a cualquier negocio chino perdemos un ladrillo más del edificio de nuestra historia. Aún no se ha vendido en almoneda ninguna catedral pero tampoco cabe descartarlo. Así que dar con un pueblo que tiene playas en sus costas, un alcalde -Bernat Roig- que es arqueólogo y un hotel como Ca'n Bonico resulta extraño.

Horacio Sapere, su mujer Pilar y Andreu Carles López Seguí han montado en Ca'n Bonico una especie de exposición antológica -más bien un manifiesto de intenciones- sobre las huellas en forma de clave que Pep Canyelles ha ido manteniendo a lo largo de su larga y notable carrera como escultor. Resulta espléndida esa fusión de paredes góticas y formas escultóricas rescatadas de la quiebra de nuestra forma actual de ser. Pasar una noche en Ca'n Bonico sin urgencia alguna, disfrutando de la compañía y del vino, olvidándose de que hay que volver a la carretera y dejando pasar las horas en tormenta de ideas con Pilar, Andreu y Horacio mientras la imaginación vuela hacia los muchos proyectos que quedan por delante es un lujo casi fuera del alcance de este mundo que da tumbos sin saber hacia dónde se dirige. Lástima que Cristina, de guardia en el hospital a 600 kilómetros de distancia, falte a la cita. Otra vez será.

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