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Puertas al campo

De bares y tabernas

Supongamos un pueblo cuyas casas se distribuyen regularmente a lo largo de una línea recta. No tienen bares y dos avispados emprendedores deciden instalar sendos bares cada uno por su cuenta. ¿Dónde? Después de muchos titubeos encuentran que el mejor sitio es el centro. No habiendo coches, los usuarios del bar irán al que tengan más cerca y si uno se pusiese en un extremo del pueblo y el otro en el centro, este último tendría más clientes si solo tenemos en cuenta el esfuerzo de caminar a uno o a otro. Rápidamente, el otro emprendedor se daría cuenta y movería el suyo hasta estar muy cerca del otro de modo que uno recogería a los clientes de un lado del pueblo y el otro a los del otro lado. El bipartidismo habría nacido y más si precisamente en el centro del pueblo se agrupaban más habitantes, cosa que sucedía en muchos otros pueblos incluso muy alejados de su entorno y costumbres.

La cosa funcionó relativamente bien, con sus más y sus menos (guerras de precios, promociones de dos por uno, «happy hour», espectáculo musical y cosas parecidas), pero sin alterar la estabilidad del sistema de los dos bares. Cierto que en uno de los extremos había una tabernilla que servía alcoholes más fuertes para gustos muy particulares, pero su existencia no afectaba a la alternancia de los beneficios de los dos grandes: un año la cuenta de resultados de uno era mejor que la del otro y al año siguiente las cosas podían cambiar, siempre sin grandes diferencias entre uno y otro.

Pero, de repente, el pueblo sufrió una fiebre del oro. Había, sí, oro en los alrededores que atrajo un aluvión de nuevos habitantes que arrambló con la placidez de un pueblo distribuido según una línea recta de derecha a izquierda. Las calles se hicieron al estilo de las callejas de muchas ciudades españolas, sobre todo si han tenido un pasado árabe estable (la mayoría, dicho sea de paso). Los de los bares y el de la tabernilla empezaron a no tener claro si tenían que seguir donde estaban o tenían que buscar otro sitio para atraer a más clientes y engordar su cuenta de resultados. Para colmo, la fiebre del oro se interrumpió de golpe (los yacimientos se agotan tarde o temprano) y dejó a muchos de los nuevos habitantes (y a bastante de los antiguos) con deudas y sin lugar a donde ir.

Las desgracias nunca vienen solas: llegó un predicador que convenció a muchos antiguos clientes de las bondades de ser abstemio y, en lugar de ir a bares y tabernas, ir a locales en los que se servían zumos y combinados sin alcohol.

Evidentemente, el cálculo racional de los tiempos de los dos bares que les llevaba a situarse en el centro ya no servía. Ahora había más criterios para montarlo: si los posibles clientes tenían con qué pagar, si veían a los viejos bares como parte del problema causado por el fin de la fiebre del oro, si la frustración que les producía dicho final la orientaban, como agresividad, en una dirección u otra, si los viejos bares (y la tabernilla) habían generado una fuerte fidelidad de marca y así sucesivamente.

Si yo entiendo bien, los dos bares del principio de esta historia no tenían la culpa de lo que había sucedido después. Sencillamente, se habían adaptado a aquellas sencillas circunstancias, tenían todavía una clientela fija, pero no sabían adaptarse a los nuevos tiempos en los que incluso llegaron a aparecer bares ambulantes (como ese masterchef que va de pueblo en pueblo, pero sin salir del pueblo).

A pesar de todo, se siguió pensando en los viejos términos. Es lo que los viejos sociólogos llamaban «cultural lag»: el hecho de que las circunstancias cambian mucho más rápido de lo que cambia la percepción que tenemos de las mismas.

Y, por supuesto, me estoy refiriendo, de modo muy estilizado, a mi pueblo donde se encuentran bares a diez pasos uno de otro o cuatro peluquerías en las cuatro esquinas de una intersección, que tal vez sean casos para los emprendedores, pero que no indican un exceso de racionalidad económica. El hecho es que igual que se crean, se cierran, aunque los clásicos siguen existiendo gracias a su clientela más o menos fija. Pero fija. Muy mal tienen que hacerlo para perderla, pero algo sí que pierden. Los nuevos, que todavía no han generado fidelidad de marca, lo tienen algo más complicado. Nadie es perfecto.

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