Las diputaciones son un lastre para la organización territorial del Estado que nos dimos en la Constitución del 78, una vez cumplida su misión en cuanto a la iniciativa del proceso del Estado Autonómico. Permanecen en pie debido a los partidos políticos que son incapaces de abordar su extinción por propio interés. Pero es sin duda su carácter de refugio de concejales que no han tenido cabida en los puestos de relevancia en los distintos ayuntamientos, esos que pasan a ser recompensados con el nombramiento de diputado provincial, lo que les suele suponer unos sueldos tremendamente atractivos para sus bolsillos. De esta manera callan y pasan a formar parte de una institución que maneja, al antojo de su presidente, un presupuesto que les viene dado por ley y por el que no tienen que recaudar ni un euro, evitando el rechazo y antipatía vecinal. Es sin duda una institución arcaica que no rinde gestión alguna a los ciudadanos aunque indirectamente les hayan colocado en ella a través de las elecciones municipales.

Al ser incluidas en el articulado de la Carta Magna dentro de su Capitulo Segundo, art. 141.2, encomendándoles «el gobierno y administración autónoma de las provincias», supedita su desaparición a una reforma de la propia Constitución, con lo cual es necesario el consenso para ello de una buena parte de las Cámaras, exactamente tres quintos de ambas, lo que impide el pronunciamiento lógico, cuando las provincias han pasado a ser meras unidades electorales de ámbito territorial, que las hiciera desaparecer y trasladar sus competencias y presupuestos a las Comunidades Autónomas, que se dotarían de órganos administrativos que sustituirían con mayor efectividad y menor gasto las gestiones a llevar a cabo, que suelen ser dotaciones para carreteras secundarias y pistas polideportivas, según predilección del presidente de turno para hacerse con el control de poblaciones y repartir dinero entre sus adeptos, que posteriormente les rinden pleitesía en sus organizaciones políticas.

Es el capítulo del gasto de personal, incluido el de los diputados provinciales, asesores y demás canonjías, sinecuras y prebendas que nacen en el seno de las instituciones provinciales, el más oneroso de sus presupuestos, llegando a alcanzar el 30% del mismo, superando en varios puntos porcentuales al de las inversiones. Casi todos los que se empecinan en mantenerlas, lo hacen por la dotación económica que manejan y las remuneraciones momias que reparten. Pero no contentos con dotar a ese apartado de las cuentas el mayor presupuesto con diferencia, sus señorías, en la Diputación alicantina, han tenido a bien aprobarse año tras año unos sueldos, que al cabo del tiempo superan no ya tan solo al del presidente de la Generalitat, sino al del propio presidente del Gobierno. El escándalo está en la calle y ha calado en la población, que una vez más observa atónita cómo gastan sus dineros. No vale ya el rechazo aislado de la lideresa popular, Isabel Bonig, ante tal dislate, no cuela la congelación de las nóminas, cuando estas alcanzan los 90.000 euros para el presidente de la institución provincial.

Todos están afectados por tal abuso de poder, todos sin excepción han percibido buenos sueldos del erario público, por ello todos deberían ponerse de acuerdo para llevar adelante una ley que fije la remuneración de un cargo público en todos los niveles de la administración, que procure ser acorde con sus responsabilidades, teniendo como techo la del presidente del Gobierno, y estableciendo normas para su cálculo con criterios razonables, como la del número de habitantes y territorio a administrar, observando las distintas peculiaridades. No es que los consellers y el Molt Honorable ganen poco, sino que estos diputados ganan lo que no se merecen por muy legal que sea el sueldo que consta en su nómina mensual. No son más que sobresueldos oficiales, que ellos mismos les han dado valor jurídico, pero que no pasan un examen mínimo en cuanto a ética se refiere. El día que cierren las Diputaciones todos saldremos beneficiados, todos menos los que han estado chupando del bote legislatura tras legislatura. Y eso sin contar los dineros que se pierden por los faldones de las subvenciones a amigos y demás ralea.