No fui, como un poco precipitadamente anunciaba este periódico en su crónica del funeral de Chirbes, el lunes 17 de agosto, ni confidente ni amigo de Rafa. Ni tampoco mantuve con él una larga relación epistolar, aunque nos cruzamos numerosos correos y alguna llamada telefónica para convencerle de que, por un día, abandonara su retiro, para ajustar los detalles de su doble comparecencia en el ADDA (2012 y 2015), en el ciclo Cada cual que organizaba el IAC Juan Gil-Albert, o para comentar alguna arbitraria y personal apreciación de sus novelas, que tanto me gustaban y que él subestimaba con la modestia habitual de quienes consideran que no han nacido para el brillo social, la fama y el éxito, los miembros de las clases subalternas que se resisten a la cooptación, los leales a un tiempo y unos valores que ya han dejado de tener vigencia, pese a haber aprendido a distinguir un güisqui «single malt» de un «blended», y haber leído a Dante y a Eliot, y a reconocer a Debussy o a Saint-Säens, y a degustar un turnedó o un Churchill, gracias a todo eso que ahora rechazan los que, ascendidos ellos, abogan por retirar la escalera para el resto. Nos unía, eso sí, un pasado común en el barrio del Pilar en Madrid, amistades paralelas en torno a una librería que regentaron viejos amigos, un arraigado escepticismo (racional) sobre la cultura que se impuso desde los años 80 del pasado (pero reciente y, al parecer, según Judt, olvidado) siglo XX, una visión desesperanzada sobre el mundo que nuestra generación -los hijos del sesentayochismo- había construido y lega envenenado (y endeudado) a sus propios vástagos, una cierta visión trágica de la naturaleza humana y de la vida, que algunos consideramos simplemente una lectura «realista» de la propia experiencia y de la historia, y una contemplación benjaminiana (del Benjamin que comenta el Angelus Novus de Paul Klee) del Progreso como un montón de ruinas que se apilan a nuestros pies y amenazan con crecer hasta el cielo, mientras un viento irresistiblemente huracanado nos impulsa de espaldas, los ojos desmesuradamente abiertos, la boca dilatada y las alas extendidas, hacia un futuro ciego. Si bien, en la obra cumbre de Chirbes, los escombros y los crímenes de los que son testigos mudos se acumulan en el pantano legamoso, en la trasera de la primera línea de playas que fueron vírgenes y fueron violadas.

«Está la belleza y están los humillados. Por difícil que sea la empresa quisiera no ser nunca infiel ni a los segundos ni a la primera», escribió Camus. No sé si Chirbes conocía la sentencia, aunque juraría que sí. Olvidé preguntárselo y ahora se me ha hecho demasiado tarde para hacerlo. Pero si tuviera que describir su proyecto literario -algo de lo que los sociólogos, que tanto aprendimos en sus libros, más útiles que cien tratados de ciencias sociales, nos sentimos eximidos-, diría que esta fue su apuesta, su programa: la búsqueda de la belleza incluso en la deformidad del horror, la piadosa clemencia hacia los humillados y los residuos del progreso, pese a la terrible porosidad del barro del que están hechos. Y la sentencia sin castigo de su reverso necesario, los promotores de la fealdad, los destructores del paisaje y de las vidas de los que penden de ellos, los hacedores de su desesperación y su impotencia.

Ya está de sobra escrito que la obra de Chirbes es una de las más fecundas de la literatura española y, más allá, contemporánea, como tempranamente, bastante antes de que le llegara el reconocimiento en su país, observó perspicazmente Reich-Ranicki, mientras aquí un tal Ignacio Echeverría, perfectamente olvidable y olvidado, descargaba su bilis contra La larga marcha, una obra admirable, que prefigura al Chirbes más sobresaliente. Y que En la orilla es una de las mejores novelas españolas -si no la mejor- desde la posguerra.

Cuando le invité por primera vez a que viniera al ciclo del Gil-Albert en el ADDA (marzo del 2012), cuando ya había conocido cierto éxito con Crematorio- más que probablemente gracias a la serie homónima que sobre ella se hizo, aunque el «momento» le proporcionó el resto del necesario impulso: ¡el escritor de la especulación y la burbuja inmobiliaria, recién estallada!-, para resistir mejor una oferta para él envenenada, me dijo que para qué, que a él no le leía nadie ni a nadie interesaba. Y que, además, ya no escribía, que no iba a escribir más, que estaba cansado de forcejear con callosas frases. Y que no tenía nada que decir ni que enseñar sobre su oficio, salvo que nada sabía de cómo iba a ser y a desarrollarse una novela; que partía de una imagen, de solo una imagen, y que después iba creciendo sin que él supiera cómo, sin plan ni previo aviso.

Un año más tarde, en 2013, publicó En la orilla, y le escribí un correo en el que le decía, entre otras cosas: «Cabronazo, para no ir a escribir más acabas de publicar la mejor novela española en varias, no sé cuántas, décadas». Esa, para mí, excitada constancia de estar ante una obra excepcional, pese a su púdica reticencia a aceptarlo, no me hizo amigo ni confidente suyo, pero sí su fervoroso propagandista, como bien saben mis compañeros y amigos, a los que no cesé de recomendar su novela, tan amargamente realista, tan sobria en el tono como precisa en el lenguaje y el detalle. Y tampoco cesé en mi voluntad de volver a contar con él en el ciclo, porque, como había demostrado sobradamente en la primera ocasión, en realidad tenía mucho que decir, en verdad desbordaba en palabras, en palabras sabias y jocosas y alegres y críticas, que desgranó en una sala llena hasta la bandera, con Ángel Basanta y el público como interlocutores, y que se prolongaban hasta la madrugada, ya solo con las viejas amigas del Madrid pavorosamente perdido en su caída.

Quiero decir, finalmente Rafa fue profeta en su tierra, como espero que descanse en la nada de su cielo. Y mi único y legítimo orgullo es haber contribuido un poco a que así fuera. ¡Larga vida a sus libros!