Los periódicos y los noticiarios en general, suelen, durante el mes de agosto, adelgazar casi de manera patológica, pura anorexia. En agosto florecen las serpientes de verano, noticias que parecen importantes y quedan en nada porque en agosto todo el mundo anda con el pantalón corto y las chanclas, escaqueado, con el cuerpo derrengado en la silla playera buscando equilibrar el moreno de albañil. Dicen que la muerte nos iguala a todos y yo digo que hay otras dos cosas que nos igualan: la playa y los cuartelillos de la Guardia Civil.

Tú coges a una señora a la que envidiaría la mismísima Venus de Milo, a la que Angelina Jolie parece que no le sirve ni como ordenanza, la ves en los sitios de moda, donde toda estupidez tiene su asiento, con los taconazos, los tules, las gasas, los postizos, los maquillajes y los aceites, y te crees que es la diosa Afrodita, la mujer del cojo Vulcano, el de la fragua, surgida del mar o bajada directamente del Olimpo. Ves a esa misma persona en la Playa de San Juan, recién salida del agua pero menos diosa, rebozada en arena y entre sombrillas, niños, bocadillos y revistas del corazón remojadas, y pierde de golpe y porrazo un noventa y cinco por ciento de su encanto.

Con los caballeros pasa exactamente igual -ya he dicho que los cuartelillos igualan-. Ves a un tipo untado de gomina, perfumado, afeitado, con los gemelos y el puño vuelto, con camisa de cuello duro, cinturón de cocodrilo y traje a medida, jugueteando con las Ray Ban o con las llaves del Jaguar, y te crees que es alguien. Rezuma poder por los cuatro costados, exhala auctoritas lo mismo que despide olor al perfume más caro, James Bond por poner un ejemplo. Coges a ese Adonis y lo asocias a la púnica más cutre, lo metes en un coche policial empujándole por el cogote, lo tienes dos noches en el cuartelillo comiendo bocadillos de mortadela y aclarando cuestiones espinosas, y sale que parece el Caco Bonifacio de nuestros tebeos infantiles.

No sé quién dijo aquello de «somos lo que comemos», algún existencialista corrosivo, imagino. Y habría que añadir: «Y la imagen con que nos adornamos para disimular ante el mundo». ¿Por qué me he metido en este berenjenal? Porque en el mes de agosto suele estar todo el mundo escaqueado en la playa y no suele haber noticias de enjundia. Este ha sido distinto: inmigrantes ahogados en bodegas de barcos inmundos, incendios provocados por intereses criminales, los catalanes que quieren trasladarnos al día del Corpus del siglo XVII, el enésimo rescate griego y la derecha metiendo miedo con los abuelos haciendo cola en los cajeros del corralito. ¡Ojo a quien votan! ¡Ya saben lo que les espera con esos pactos contra natura en los que la izquierda que era medio civilizada se alía con la ultraizquierda feroz e independentista! ¡Quieren desguazar España y solo nosotros podemos evitarlo!

Me encanta ese mensaje constructivo y, como soy casi un jubilata decrépito, más corrosivo y desvergonzado que el abate Bringas, veo pasar la procesión de propagandistas con el sano escepticismo, con el estoicismo inevitable del que no tiene nada que perder. Si hay que ir al infierno se va, padre, pero no nos acojone usted, que decía aquel feligrés vasco ante las Catilinarias tremendas desde el púlpito del párroco tridentino.

Me refugio de la política y del calor agosteño debajo de mi olivo, huyendo del mundanal ruido y confortado, exclusivamente, por la prosa excelsa de Pérez Reverte. ¿Recuerdan el artículo en INFORMACIÓN A la salud por la literatura? Pues en eso estoy. Me he embebido en Un día de cólera. Cuenta Reverte, en esa obra deliciosa, el dos de mayo en Madrid. España, vendida en Bayona por un rey calzonazos y otro que es el paradigma de la bajeza y el arte de trepar a toda costa, es defendida a pesar de sus mandatarios por el pueblo que se tira a la calle. Habría mucho que escribir y que leer sobre eso -a Miguel Artola o a Raymond Carr, por ejemplo-. Pérez Reverte narra como si fuera un secretario judicial, cómo luchan los hombres y mujeres más diversos, calle por calle y casa por casa. Te transporta milagrosamente al sitio, al día y a la hora.

Como tengo la manía de leer varios libros a la vez disfruto también con Hombres buenos del mismo autor. Pedro Zarate y Hermógenes Molina, académicos de finales del XVIII, son enviados a Francia para comprar una Enciclopedia recién editada, obra abominada por la reacción, solo faltaba. El oscurantismo se opone e incluso envía a un encargado de ponerle mil obstáculos. Raposo tiene por nombre. Le viene como anillo al dedo.

Un gran hallazgo de esta extraordinaria obra -sudoroso y estoico bajo mi olivo- es el abate Bringas, cura rebotado e iconoclasta, precursor del existencialismo más feroz: «Si resulto derrotado -dice- deséeme que acabe fiel a lo que soy, deséeme que no sobreviva. Ya nada me quedará que hacer en este mundo, excepto dejar sitio». Pura filosofía cruel y existencial. Vanitas vanitatum, omnia vanitas. Pura sabiduría del cáustico Reverte.