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Antonio Sempere

En pocas palabras

Antonio Sempere

Al quite

En cualquier fiesta que se precie se tiende al exceso. Y al anacronismo. Cuando no directamente al absurdo, a poco que se aplique una mirada racional al asunto. El caso de los festejos populares que tienen como máximo aliciente averiguar si se sale indemne del trance de ponerse delante de un toro o una vaquilla es especialmente delirante, por cuanto pone a la altura del betún nuestro aprecio por la vida, por todos y cada uno de los preciados órganos que componen nuestra anatomía, y cómo no, anula cualquier resquicio de sentido común a la peña, como se sabe, el menos común de los sentidos. Y nunca mejor dicho lo de peña. Pueblo. Plebe.

A mí me enorgullece particularmente pensar en la evolución acaecida en el pueblo donde nací, cuya calle principal se llamó y se sigue llamando Corredera, precisamente porque en ella corrían los toros como Pedro por su casa. Hasta que llegó un buen día en que la autoridad competente prohibió aquella tradición para los restos. De lo que tenemos que estar agradecidísimos quienes formamos parte de las generaciones posteriores. Imaginemos qué habría ocurrido de haber continuado el dislate. Cuánta gente seguiría picando el anzuelo a fecha de hoy, siquiera por mostrar la hombría a la comunidad, haciendo el indio delante de los animales, pasando a engrosar una más de las decenas de poblaciones donde por tierra, mar y fuego se aviva cada verano este deplorable espectáculo. Que, amén de su falta de ética y estética, va dejando un macabro reguero de cadáveres a su paso.

A mí, que nunca fui gregario, me dio por los cursos de verano. Inauguré la tradición en 1994, y hasta hoy. Naturalmente que corro riesgos. Cuando me atrevo con encerronas en las que varios conferenciantes dejan rienda suelta a sus egos revueltos y, desde mi primera fila, y sin barrera que me proteja, casi me dan en la cara sus aforismos y sus piruetas verbales.

Nada grave. Porque en estos encuentros casi siempre priman las alegrías por los reencuentros con personas tan lúcidas y a la vez quijotescas como Juan José Millás, con quien es un placer un año sí y otro también coincidir en algún taller literario. Foros en los que sigue indagando sobre los pliegues que se esconden entre la lucidez y la cordura, entre lo real y lo soñado, y en donde, con toda la naturalidad del mundo, puede referirse a su señora o a su terapeuta como figura retórica.

Si bien los dos primeros años cometí el error de matricularme en cursos en el sur (en La Rábida en 1994 y en la UIMP de Valencia en 1995, pese a no hablarse todavía de cambio climático, las noches eran sofocantes por más que las charlas con José Monleón, Benito Zambrano y el recordado Lucas Trapaza las hicieran deliciosas), a partir de 1996 emprendí la ruta del norte. Y en ella sigo instalado. No son viajes. Se trata de estancias largas. Quede claro. Ahora en Valladolid, por cuya Cátedra de Cine están a punto de pasar Román Gubern, Fernando Méndez-Leite, Jordi Balló y Esteve Riambau. Esos sí son primeros espadas. Siempre al quite.

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