Las tecnologías de la información y las comunicaciones están afectando muy profundamente a la forma e incluso al contenido de las relaciones de los seres humanos entre sí y de las sociedades en que se integran. Nos hallamos sumergidos en una especie de «ciber-mundo». Incluso las leyes que se aventuran -y las ya existentes- recogen el acceso electrónicos de los ciudadanos a servicios públicos y otros. Llevan con nosotros unos años y parece que ya no se pudiera vivir sin ellas. Craso error. Es cierto, soy del siglo pasado y como dijera sarcásticamente Groucho Marx, confieso que nací a una edad muy temprana. Pero, colijo, no se ha perdido la curiosidad. Triste sino cuando esta se pierde.

Soy, además, muy torpe. A estas alturas de la vida es harto difícil remediar; pero, sí, intento superarme: le pongo voluntad. Me conduzco a remolque de, con humildes lecciones familiares que recojo y acepto con beatifica actitud. El mundo (mirándole bienintencionado, añado), es bueno, pero a condición que lo hagamos en su conjunto y sentirlo sin reparar en los detalles, como señalaba Baum, Vicki, escritora austriaca. Si reparamos en estos ya se deshilacha. ¿Por qué?: porque todo son flecos por sus cuatro costados. ¿O no?

Curioso. Hete aquí que cuando de más instrumentos técnicos de comunicación para con los demás se dispone (Whatsapp, redes sociales: Facebook, Twitter, Instagram, etcétera), más incomunicación personal, más introvertidos en nuestras cuitas, más en soledad nos hallamos. Las familias no hablan, permanecen mudas y quedas, no intercambian opiniones, están ausentes: cada uno tiene su móvil y aún en la mesa familiar están en «otros mundos». Internet y las redes sociales tal vez han acercado más a gente con quien antes no tenías apenas contacto, sí. Pero nos ha alejado mucho más de gente a quien antes veíamos mucho más a menudo cara a cara, sin pantallas ni artefactos de por medio.

Hablamos con más gente y más tiempo, pero el reverso se conforma en que, aparte de ser una comunicación más superficial y de peor calidad, es menos «real». ¿Dónde queda la palabra? ¿Dónde queda el verbo? ¿Dónde la emotividad? ¿Dónde la sociabilidad? Cuidado con este retroceso que se barrunta y atisba en el horizonte.

Las palabras vuelan, saltan ágilmente de bocas a oídos, cruzan como meteoros ante millones de ojos fundando la vida social, portadoras de sentido, esto, es, de información, afecto, verdad o engaño -en expresión de Lázaro Carreter-. Nos hemos olvidado de la palabra, del verbo, del lenguaje, del vocablo. Y nos comunicamos por Whatsapp, y ahí sí que despedazamos la lengua. Simplemente la hacemos añicos, cachos. La palabra dice, llena, tiene emoción y sentimiento. Lo demás es -puede ser, lo expreso con cierta prudencia- frío, hierático, distante; puedes estar diciendo una cosa y tus sentimientos ser otros bien distintos. Es la servidumbre -y la grandeza, cómo no- del avance y la civilización.

Se añora la comunicación privada y directa frente a la comunicación que por mor de estos nuevos instrumentos se hace de forma pública o grupal anudada a la amistad. Si estuviera callado no me equivocaría, es verdad. La exteriorización de sentimientos por la palabra o la escritura, amen de expresión de libertad se configura como sencillo ejercicio de civilidad. Y en esa labor nos debemos de hallar todos. Feliz prosecución estival.