Excelente jugador, buen equipo, guaperas, bonita y famosa novia, dinero a mansalva, lo tiene todo para ser feliz. Pero no lo es, existe el Real Madrid. Gerard Piqué, en los momentos de más exaltación barcelonista, siempre se amarga la fiesta acordándose del Madrid. Hace una semana cuando en una final agónica el equipo azulgrana ganó la Supercopa de Europa al Sevilla, tras una prórroga por un tanteador inédito en final alguna, 5-4, al brillante jugador de la selección española y del Barça, no se le ocurrió otra tontada más que arengar a sus compañeros, va de capitán desde la marcha de Xavi al futbol del petrodólar, con la siguiente frase: «Que se jodan los del Madrid, que nos vean dar la vuelta». Además de caer en la mezquindad más vulgar, se adivina en sus palabras, gestos y obras, toda una patología que lleva a diagnosticar un trastorno mental transitorio que tiene como denominación el nombre del equipo rival seguido del sufijo itis. Por mucho que quisiera, no habría ni un solo madridista esperando ver dar la vuelta de honor al Barça en Tiflis, es más, seguramente serían pocos los que visionaron el partido. Únicamente un seguidor del Madrid y de las sórdidas prácticas del Marqués de Sade, se hubiese quedado frente al televisor mientras los azulgranas levantaban el trofeo.

Famoso por sus salidas de tono tanto en el entorno de la selección como en el Barcelona, Piqué, ha pasado de ser un niño, que a los diez años comenzó a jugar en las categorías inferiores del equipo culé, a ser un niñato, en toda la expresión de la palabra. Es petulante, es presuntuoso y falta continuamente a la más elemental educación. Socialmente pertenece a eso que se ha dado en llamar alta burguesía catalana o más bien barcelonesa. Políticamente es una contradicción en sí mismo, como bastantes catalanes en estos delirantes momentos, se proclama nacionalista y a favor del derecho a decidir, pero al tiempo dice sentirse orgulloso de vestir la camiseta de la selección española. Lo que nunca ha dicho en público es sentirse español, lo que sí ha dicho en público es sentirse catalán. Tras lo de Pep, ya no te puedes fiar de las incongruencias de nadie.

De niño a niñato, sin pasar por lo que se supone que debe ser ya a su edad, 28 años, y con dos hijos, un hombre hecho y derecho que dirían los más viejos del lugar. Cuando no es una frase despectiva, es un gesto con las manos recordando el marcador con el que acaba de finalizar el partido, la famosa manita en el Bernabéu, que tuvo que recriminarle Puyol en el mismo terreno de juego, o aquel estúpido lanzamiento de pipas y escupitajos a un directivo de la selección española. Todo un historial de antipatías que ha ido acumulando el defensa catalán, que tuvo su momento álgido en aquellos sonoros pitos que tuvo que escuchar cuando jugó con la selección en León tras ser altamente comprensivo con los que pitaron en el Camp Nou al himno nacional con ocasión de la final de la Copa del Rey contra el Athletic. Es probable que con el 4-0 de la ida en la Supercopa de España, el sextete quede como mucho en quintete, y no tenga ocasión nuestro personaje de volver a meter la pata.

Piqué calentó el final de temporada, y lo vuelve a hacer en el inicio de la presente con sus extemporáneas palabras. Pero quizás lo más grave de Piqué es que es reincidente sin ánimo de cambio. En ocasiones la excusa para su estulto comportamiento ha consistido en ampararse en la socorrida libertad de expresión, como si ello le permitiera dar rienda suelta a toda clase de vituperios, vejaciones, desconsideraciones y falta de respeto para con sus semejantes o adversarios. Es evidente que hizo novillos el día que el profesor explicó en clase el significado de «carpe diem», y que por supuesto nunca Walt Whitman hubiera pensado en él cuando escribió el poema, dedicado a Lincoln, «Oh capitán, mi capitán».