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Arturo Ruiz

Tribuna

Arturo Ruiz

Cuando se acabó el gintonic

Hubo un tiempo maravilloso. Ganar dinero era muy fácil. Vendíamos las tierras de nuestros antepasados, páramos rocosos que durante siglos apenas habían dado para comer, a promotoras, concejales y amigos de concejales. Magníficos amigos: colegas que sin atender demasiado a si un suelo era urbano, rústico o protegido -qué más daba-, nos permitían en un par de años convertir las solariegas casas de yeso de nuestros abuelos en apresurados chalés de saldo y piscinas comunitarias. Pura magia. Ganar dinero era tan fácil que quien no lo hacía era un idiota. Un amargado. Le decíamos, chaval, no nos jodas la fiesta. Eran fiestas trepidantes. Mucho coche y mucho yate. Con tanto dinero, los atardeceres eran hermosos en el restaurante acristalado de la playa mientras nos hacíamos el gintonic y a nuestros pies golpeaban las olas del mar y a lo lejos observábamos el horizonte plagado de grúas, símbolo de nuestra prosperidad eterna. Y brindábamos.

Es verdad que la felicidad no puede ser completa. Había algo que no funcionaba. Una nota discordante en el alma. Una señal de alarma en la conciencia: joder, pertenecíamos a la primera generación democrática de este país, aquella que estaba llamada a ejercer una revolución ética y estética, a cambiar la historia, y en vez de eso llenábamos toda una costa de hormigón, lapidábamos recursos públicos, arramblábamos con sobrecostes y comisiones y abríamos cuentas en Suiza. Ahora bien es verdad que ese malestar pasaba pronto. Bastaba con pedirle al camarero otro gintonic, entornar la mirada hacia el maravilloso espectáculo del sol perdiéndose por las montañas del litoral y decirnos que al fin y al cabo nos merecíamos aquel homenaje. Todos nuestros pueblos, pequeños y pobres, se lo merecían: veníamos de perder todas las guerras, de no salir nunca en los mapas, de padecer todas las crisis y todas las sequías, de ver cómo nuestros hijos y los hijos de nuestros hijos tenían que partir hacia el exilio, y por primera vez era el revés: por primera vez, triunfábamos. Ahora ya no eran nuestros vástagos los que tenían que marcharse sino que eran los hijos de continentes y lenguajes extraños los que llamaban a nuestra puerta. Joder, seamos claros, pero si hasta el fontanero tenía un cochazo.

Hasta que de pronto todo se fue al garete. A la mierda, con perdón: estallaron las burbujas, se quebraron las armaduras financieras y la tierra dejó de valer oro para volver a valer tierra. Y de pronto nos vimos desnudos ante nuestro propio espejo y nos pareció un espejo terrible: no sólo habíamos mangoneado (joder, tampoco fue para tanto, ¿o sí?); además, resultó que no le habíamos dejado nada al futuro, no habíamos forjado nada que valiera la pena, no habíamos revolucionado nada. Nos habíamos convertido en una generación perdida. Y arruinada: parados y más parados, emigrantes que retornaban a sus casas, exjefes y exejecutivos penando pecados. Chavales, la fiesta se ha acabado y la resaca es gélida.

Y entonces nos dimos cuenta de que necesitábamos algo a lo que agarrarnos, palabras que nos explicaran qué había pasado y nos reconfortaran contándonos la amarga verdad, por muy dura que fuera. Porque sólo las palabras podían descifrarnos qué coño habíamos hecho con nuestro país, cómo habíamos podido llegar a esto, cómo no nos habíamos dado cuenta del enorme precio que habíamos pagado por los gintonics y los crepúsculos.

Nos dimos cuenta de que necesitábamos literatura para expiar las oportunidades perdidas y las identidades desvanecidas.

Y fue entonces cuando vinieron a salvarnos los libros de Rafael Chirbes.

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